María José Navarro
La leche
Mariano Rajoy se llevó el otro día una leche de las gordas y sin embargo le ha sentado fenomenalmente bien. Me voy a explicar, que luego son capaces las tertulias de sacarme como cómplice a distancia e instigadora necesaria y ya me veo convertida en la versión femenina del Cojo Mantecas. Rajoy se llevó la otra tarde un susto de los gordos, un sobresalto violento, un rato malo, pero salió de todo eso hecho un titán. Poco importa si el imbécil que lo hizo es medio familia, medio idiota, radical del Pontevedra o tiene los codos ásperos. El tipo que se envalentonó para ser el líder de su grupo de imberbes es lo que es, un patán de libro, un pobre diablo que puede que lleve demasiadas collejas en el recreo del colegio y tenga necesidad de llamar la atención. Rajoy luce, aún a esta hora, una mascá muy importante en su mejilla y unas gafas nuevas, pero, lejos de perder seguridad, da la sensación, y por primera vez, de tenerla por fin. Su reacción ante la circunstancia y su temple dicen mucho de un presidente de Gobierno que no se ha caracterizado precisamente por manejarse bien en la calle pero que ha sido un señor en el callejón oscuro. «No saco conclusiones políticas del incidente y pido que nadie lo haga». Pues a ver si toman nota algunos que los culpables ya comienzan a serlo por el simple hecho de estar sellando el paro en el momento de la agresión. Puede que haya remontado todo lo que perdió en su enfrentamiento con Pedro Sánchez. Puede que haya superado así su soberbia, su condescendencia y su falta de reflejos para salir del K.O. que le planteó el guapérrimo. Porque lo del guapérrimo es aparte y parece que no tiene solución. Se llama morir de éxito. O de ego. La conclusión sobre el jardazo que le metieron a Rajoy en Pontevedra es clara: al final, ha ganado el debate.
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