Alfredo Semprún

La muerte silenciosa

Cuando el gas es incoloro, inodoro e insípido, la muerte sorprende hasta a las palomas, las aves más hábiles a la hora de detectar los sutiles cambios del aire, las vibraciones y ondas, imperceptibles para el oído humano, que preceden a la llegada de los proyectiles de artillería. Tuvo que ser un gas neurotóxico el que las alcanzó, como al millar de hombres, mujeres y niños del barrio rebelde de Ghuta, en la periferia de Damasco. Hoy, se supone, deberán llegar a la zona los inspectores de Naciones Unidas encargados de investigar lo ocurrido. No lo tendrán fácil en una guerra que escapa a cualquier lógica y en la que todos mienten. Para Obama, el uso de gases de guerra significaba atravesar la «línea roja» de la intervención militar occidental contra el Gobierno de Asad. No se explica, si es él quien ha lanzado los gases, el porqué de ese oportuno suicidio político y militar. No hace falta un gran despliegue ni muchos medios para romper el equilibrio de fuerzas sobre el terreno. El poder aéreo americano levantará cercos y abrirá paso a los grupos rebeldes, que, hasta ahora, estaban resignados a la defensiva. Poco podrá hacer Rusia si Obama y la OTAN repiten el modelo «legal» que permitió el bombardeo de la ex Yugoslavia. Pero hay que temer, y mucho, el después. Nadie puede garantizar que el nuevo régimen suní que instalemos en Siria no se convertirá en verdugo de las odiadas minorías: cristianos, drusos, chiíes, kurdos, que hoy se aferran a Al Asad.