Ola de frío
La nevada
Vienen primero los algarazos, que mi madre llamaba «amarguras», esos ramalazos intermitentes que te azotan el cuerpo y te meten en casa. Y por fin llega la gran nevada. El cielo se encapota, se pone de panza de burra, el horizonte se cierra, la oscura nube diluye los cerros y las sierras lejanas, se abate sobre las casas y los campos y obliga al pueblo –hombres y animales– a encerrarse en busca del abrigo. Y entonces nieva, nieva sin parar, nieva a mantas, primero con una cierta agitación punzante si el viento helador baja de la Alcarama, afilado como un dalle, y luego mansamente, con copos como vedijas del esquilo. Llega entonces el tiempo de silencio, un silencio casi metafísico, el singular silencio de la nieve.
Cuando en mi infancia llegaba la gran nevada, como la de estos días, la majada y la cocina, con la lumbre permanentemente encendida, eran los refugios de la familia. Y en las noches interminables las mujeres, cubiertas con su mantón, se relajaban en el trasnocho. Acudían con el cesto de la costura y la lengua bien afilada para contar historias picantes o de brujas y aparecidos, en el abrigo de la majada, bajo la luz del farol de petróleo o del carburo pagado a escote. En los bajos de la casa animales y humanos convivían en buena armonía, envueltos en el vaho cálido de la majada con olor a sirle y a heno. Había que llenar los zarzos con gabejones de hierba seca o de esparceta y depositar en las canales o duernas las berzas picadas. Con la nieve cubriéndolo todo y los gruesos carámbanos colgando de los aleros, los bajos de la casa eran un hervidero de vida animal, que nos humanizaba. No era extraño que, en medio del temporal, dejara de nevar en la madrugada. Brillaban entonces las estrellas como diamantes.
La gran nevada de estos días ocultará por unos días en los pueblos deshabitados las cicatrices de las ruinas y las huellas del pasado. Todo lo igualará. La nieve será la blanca mortaja de los pueblos muertos. Junto al fuego de una vieja cocina con olor a támbara y a matanza habrá un viejo superviviente –uno de los últimos– que comentará, mientras resuena el alarido de las úrguras en el hueco de la chimenea: «¡Ya no nieva como antes!».
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