M. Hernández Sánchez-Barba
La pugna electoral
La densa campaña electoral, en la que se dirime la mayoría en municipios y autonomías, se caracteriza por dos posiciones de muy distinto significado. La intención es la misma: obtener la mayoría, y con ella, el poder. Los métodos y las formas, completamente diferentes. Una posición trata de advertir la importancia de la experiencia; que se valore lo que ha sido llevado a cabo, con extrema prudencia, sin radicalismos, durante la última etapa de gobierno. Tiende a llevar a la conciencia pública la importancia de la gestión gubernamental para conseguir una estabilidad de ejercicio, que redunde en lo que siempre se ha llamado «el bien común», que ahora se conoce más bien como «Estado del Bienestar».
Desde tal condición, esta posición advierte que una cosa es la «gestión» de lo público, en el nivel de ayuntamientos y comunidades autónomas, y otra bien distinta, la «decisión», que hay que atribuir al ámbito del Estado nacional. Los poderes clásicos, ejecutivo, legislativo y judicial, ya tienen configurados los mecanismos críticos necesarios para el filtraje de la «decisión», de modo que ésta se aplique con el equilibrio necesario, para que afecte a todos y no solamente a una parte.
Ahora bien, cuando desde esta posición se ofrece a la opinión pública los datos para que cada uno de sus componentes vote a quien consideren que se encuentra en mejores condiciones para gestionar el «bien común», no tiene más remedio que salir del estrecho círculo de la «circunstancia» orteguiana y discurrir en torno al discurso histórico anterior, proyectado dentro de ella, sin poder prescindir de su peso. Porque la historia es «experiencia», que aumenta constantemente, enriqueciendo de modo permanente la «posibilidad». Zubiri lo expresa con claridad: «En el primer hombre están todas las posibilidades del ser histórico». La experiencia es el depósito del hombre histórico.
En el otro extremo del escenario político se encuentra una posición política mucho más radical, representación de la idea decadente revolucionaria de la postmodernidad, con ribetes fuertemente utópicos, diseñando mundos sociales alternativos, puramente fantásticos, que, dejándose guiar por la imaginación, efectúa críticas del status quo. Se propone superar la desigualdad social, la pretendida explotación económica y cualquier forma de «dominación», confundiendo esta con la buena intención y el sano juicio y utilizando como arma preferente la agresividad. Los impulsores de ésta posición se proponen trascender las fronteras de las consideraciones realistas y pragmáticas, originando una tensión entre utopía y realidad social.
Se trata de una posición radical; los dardos acusatorios se dirigen a responsabilizar de hechos producidos de un modo casual, inesperado y absolutamente fuera de una seria capacidad de previsión; considera deleznable la toma de postura en la política internacional, en la que se produce, nada menos, que la resolución del nudo creado en 1962 entre la tesis de «decisión compartida» del general De Gaulle y el diseño del «partnership atlántico» del presidente Kennedy. O, en el momento actual, la Unión Europea o el nacionalismo.
Una orientación visceral, que parece buscar una víctima como la urdida en España a partir del año 1909, cuando el genial político español Don Antonio Maura se convirtió en la primera víctima de quienes no querían un régimen mejor, sino, simplemente, acabar con el régimen. No puede contenerse el extremismo, rivalizado con él en demagogia. Ignacio Sánchez Cámara lo vio con claridad en su escrito periodístico «La agresiva necedad»: «A la izquierda filototalitaria no le entra en la mollera la idea habermasiana de la razón comunicativa, ni la ética dialógica y sigue con su tradicional apego al linchamiento del adversario y al amor a las barricadas».
El problema radica en saber si la opinión pública, que decide con sus votos la elección más adecuada para España, sea consciente de que hay que votar con la cabeza, no con las vísceras, pensando, ante todo, en España y en el «bien común de los españoles».
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