Francisco Nieva
La sentencia
Annus horribilis para la profesión teatral y cinematográfica, mi profesión. No quiero recordar el cómputo de mis muertos, que resucitan en el sentimiento como zombis que empiezan a vivir y a pasearse por el recuerdo. No sabemos, un virus gripal imprevisto, no detectado, se ha llevado por delante a una muchedumbre este invierno. Yo mismo he padecido un abominable catarro, que me ha hecho ver la muerte de cerca y pensar familiarmente en mi futuro póstumo, a dónde irán a parar mis libros, las viejas fotografías de mis seres queridos, en quién heredará mi medalla de la Real Academia, en cómo me recordarán o no me recordarán y en lo volátil que ha sido mi modesta fama como autor dramático, escenógrafo, director de escena y profesor en la Real Escuela Superior de Arte Dramático...
Sin embargo, hoy puedo anunciar alegremente, todavía, que estoy vivo, que un último volumen de comedias se presentará próximamente en la Feria del Libro y allí dedicaré los que se vendan a quienes todavía me siguen leyendo. A quienes saludo agradecido, porque ya nadie lee teatro, ni en la Academia, en donde los nuevos académicos, principalmente titulados de economistas, nada saben de mi vida y milagros. Sólo cuatro gatos, cuatro gatos sabios y merecidamente famosos. Son ya muchos mis grandes compañeros muertos, maravillosos intelectuales, artistas y poetas muertos.
Cuánto echo de menos al divino sordo Emilio Lorenzo, el fiel y admirable traductor de «El Poema de los Nibelungos», así como del íntegro Gulliver; a Julio Caro Baroja, con quien tanto hablaba del teatro barroco de magia, que tanto sabía de las brujas y de los carnavales; a Castilla del Pino, de una inteligencia tentacular, con quien era posible hablar de todo; a Lázaro Carreter, el primer gran crítico que tuvo mi teatro y el de mi compañero Miguel Romero Esteo; a Fernando Fernán Gómez, a quien hice levitar, mediante un truco cinematográfico, como director artístico de «Ana y los lobos», de Carlos Saura; a José López Rubio, que me contaba cosas del Hollywood más secreto, de lo buen amigo que fue de Chaplin y de lo mala que era Joan Crawford...
Ya me siento dentro y fuera de la Academia, como si yo estuviera medio muerto. No es tan horribilis en el fondo esta extraña existencia de vivo mortal y de muerto viviente, todo se ve de un distinto modo, todo tiene un valor muy relativo. Es bastante risible esta popular devoción por la fama. En esta sociedad de locos, si no eres famoso no eres nadie, no te respetan ni los tuyos, hay que salir en los periódicos y en los telediarios o has perdido tu vida. Y también es obligatorio ser rico, incluso ladrón, pero rico. Los Polos se derriten y estamos al comienzo de un lento Apocalipsis. ¿Qué importa lo que yo opine ahora? Con un pie en el otro mundo, ya se puede decir lo que se quiera, que nuestra derecha es una de las más torpes e ignaras del continente, que la Historia ya ha pasado su rodillo por encima de ella y yo la veo histórica y artísticamente condenada, como veo y admiro a la Familia de Carlos IV, pintada por Goya. Aquí todo se ve muy claro, entre encajes, terciopelos y bordados en oro.
Es un consuelo para mí que el Arte no ha mentido nunca y es el mejor testigo de la Historia. El arte de Goya y el de mi amigo y paisano Antonio López, al que tantos cálculos y tiempo le ha costado pintar a la Familia Real, de los Borbones epigonales, desprovistos ya definitivamente de encajes de terciopelos y bordados en oro, en trajes de lo más cotidiano y prosaico y ejecutados delante de un paredón inefable, siniestro y enigmático. Para no mentir, ha tenido que hacerlo así, fatalmente, para no condenarse a sí mismo.
Pues, sí. Los artistas por fatalidad no engañaremos nunca, diremos la verdad, aunque nos cueste la vida o el exilio. Nos adelantamos a los jueces y a los historiadores. Ni Antonio ni yo hemos sabido con antelación –cada uno a nuestro modo– quiénes eran esos monstruos de incapacidad, embrujados por la España negra, de igual modo condenados por Goya, por Valle-Inclán y por Luis Buñuel, fiaos de nosotros, aunque parezcamos demonios teológicos o skinheads o peligrosos demagogos. No somos ángeles, pero sí testigos humanos, desdichados y tristes, que escapan como pueden y se pierden por el infinito imaginario del Arte.
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