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La suerte

La Razón
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El veinticuatro de mayo de hace dos años servidora estaba en Lisboa. Bueno, mejor dicho, estaba en Alcántara, provincia de Cáceres. La noche anterior cené en Gudín, un bar que hay en la Plaza de Portugal de esa localidad y me había metido entre pecho y espalda una perdiz entera en salsa. ¿Me sentó bien? No. ¿Me sienta bien ya lo que como? No. ¿Me importa? No. De vez en cuando una gastroenteritis no es mal plan adelgazante. El caso es que aquel veinticuatro de mayo la cosa acabó exactamente en un dolor de estómago. Por la mañana, tres adultos machos alfa y yo, rigurosamente vestidos a rayas, con las bufandas antiguas, algunas hechas por nuestras madres, encaminábamos nuestros pasos bien temprano a Lisboa. Nada más llegar fuimos a una iglesia a acordarnos de un bebé llamado Nico, al que alguna vez soñamos con llevar al Calderón. Después de llorar allí como perras nos fuimos de paseo, esquivando gente vestida de farmacéutica. A la hora del partido, llorados, comidos, rezados y con un pulso como para robar panderetas, nos fuimos al campo y ahí tuvimos que desperdigarnos en la zona rojiblanca. Me tocó debajo de los sets de comentaristas de televisión y tenía, justito encima, a Santiago Solari, un muchacho conocido como «El indio», que cruzó el río, se cortó el pelo y que a partir de ahí fue un hombre sin interés alguno. Pero como una buena vomitera incluye varias arcadas, de pronto, miro y baja por la escalerita de mi derecha Xabi Alonso, ese muchacho acostumbrado a arbitrar los partidos donde juega. He de confesar que de mi boca salieron todo tipo de comentarios, incluido el de «¡y que sepas que no es verdad que te queden bien los abrigos de Emidio Tucci!». El resultado ya lo conocen. Y aún así, gracias, papá. Qué suerte tengo en la vida y qué feliz, como tú me pronosticabas, me hace ese equipo de rayas.