Alfredo Semprún

La Turquía moderna se defiende en las calles

A través del islam, el viejo imperio turco se había ido arabizando. Tres lenguas –árabe, turco y francés– marcaban las tres almas del inmenso país, sujeto bajo el Corán y la «sharía». Y, por supuesto, bajo la corrupción del diván –el Consejo de notables del sultán–, ensimismado en el mundo de maravillas y opulencia de Constantinopla. Cuando empezó el derrumbe, Mustafá Kemal, militar, conspirador nacionalista y debelador de clérigos, fue de los pocos que cumplió con su deber. Era la Primera Guerra Mundial y le tocó defender la península de Galipoli, la puerta al corazón del Imperio, frente a británicos y franceses. Les hizo 70.000 muertos, pero sus pérdidas fueron espantosas. El dinero del Ejército se quedaba entre las manos de los intermediarios; la comida era pésima; no había cuidados médicos para los heridos, faltaba munición, el mando estaba en manos de oficiales alemanes y la capital vivía el frenesí indecente de la decadencia. Luego combatió en Palestina, en las arenas de Arabia, en el Cáucaso... La derrota, inexorable, no sólo acabó con el Imperio, sino que estuvo a punto de hacer desaparecer a la Turquía primordial. Británicos, franceses, italianos y griegos parcelaron el suelo turco y se lo repartieron. El sultán, Mehmed VI, firmó todos los tratados con tal de mantener el palacio, sus concubinas y una ficción de poder. Constantinopla, tan duramente defendida en Galipoli, fue ocupada. Los griegos, desde Esmirna, se extendían hacia Anatolia, hacia el este, cobrándose cumplida venganza, espantosa, aplazada de siglos, en las aldeas, pueblos y barrios musulmanes. Ataturk lideró la resistencia. Organizó al pueblo turco, implicó a los civiles, a las mujeres, a los niños en la defensa. Contraatacó. Deshizo a los ejércitos griegos y los echó, recuperó la capital y asentó las fronteras actuales. Y, luego, hizo la gran revolución: cerró las madrasas, la escuelas coránicas, y las sustituyó por una enseñanza obligatoria, gratuita, igual para niños y niñas, y laica. Prohibió el velo en lugares públicos, animó a las mujeres a incorporarse al mercado de trabajo, les otorgó el derecho al voto y a ser elegidas; a la herencia, el divorcio y la custodia de los hijos. Eliminó la poligamia, el alfabeto árabe, el poder del califato, la religión de Estado; instauró el calendario gregoriano y el domingo como día festivo; sustituyó la «sharía» por un código civil inspirado en el suizo y un código penal, en el italiano. Promocionó las artes, la literatura, la industrialización. Persiguió a los kurdos, deportó a los griegos, asentados en el sur de Anatolia desde hacía siglos, y trató de homogeneizar cultural y lingüísticamente el país. La nueva República era un hecho a su muerte, el 10 de noviembre de 1938. El Ejército quedó como garante de una Constitución laica y occidentalizante. Una parte de los turcos se adhirió al modelo, que creció en las ciudades. La otra, siguió las viejas tradiciones. Pero la Ley estaba clara: la libertad individual, la igualdad entre hombres y mujeres, no podían ser constreñidas por principios religiosos. Ninguna obra humana es perfecta y no lo fue la de Ataturk. El Ejército se hizo dictatorial, los jueces, venales y la corrupción, evidente. El islamismo, cubierto bajo el manto de la regeneración pública, volvió por las urnas. Ahora, diez años después de su triunfo, el islam quiere más, mucho más. Por eso se han alzado los jóvenes turcos.