Martín Prieto
Las amistades peligrosas
Un correveidile urdió una conjura contra Nicolás Franco, a la sazón embajador de España en Portugal y avieso vigilante de Don Juan de Borbón. Conocedor de que al generalísimo el sexo le producía erisipela y que gastaba una moralina sacristanesca, fue a El Pardo armado con un mazo de fotografías en las que aparecía el hermano embajador emparedado entre dos bellas jóvenes, todos adecuadamente desnudos. Franco miró el reportaje e hizo un solo comentario: «¡Pero qué gordo se está poniendo Nicolás!». Y no hubo nada, retirándose corrido el huelebraguetas. En mi despacho de «El país» comentaba a Javier Pradera mis dudas sobre la honorabilidad profesional de un abogado que nos prestaba sus servicios, y, sabiamente me calmaba: «Pero MP: ¿quién no ha tenido algún amigo gángster?». Tenía razón. Un contrabandista gallego de tabaco fue quien me abrió Buenos Aires a todos los contactos y sigo considerándole entrañable amigo a quien senté a la mesa a Julio César Strassera, fiscal general de la República Argentina. Guardo fotografías junto a Felipe González en el domicilio de Julio Feo. ¿Qué estaríamos tramando? Prohibí hacer fotos de una tenida en un restaurante con comensales como los entonces jueces Garzón y Gómez de Liaño, la fiscal Márquez y los periodistas Jaime Campmany y Jesús Cacho, donde hablamos de todo menos del tiempo. ¿Qué conjura nos enredaría?. Lo peor del amarillento reportaje sobre el presidente gallego Núñez Feijoó y el traficante Marcial Dorado, exhumado de la noche de los tiempos, es su cutrez, su infame cualidad de puñalada de pícaro, el antiperiodismo de la piedra en el estanque, su estolidez, a la que se aferran políticos sin datos ni argumentos, la osadía barata del que llevaba material porno a Franco. Ya que tenemos una termitera que corrompe la política, tomemos venganzas florentinas y elaboradas, no propias del lumpemproletariado. Que vuelva Esquilache a recortarnos las capas para que se adviertan las dagas de matasiete.