José Luis Alvite
Lenguas de pescado azul
Reconozco que llego agotado a mis vacaciones y necesito un descanso urgente, como el soldado que emplease su último esfuerzo en abrazarse exhausto a la bayoneta de su enemigo. Empiezo mañana y durante quince días procuraré no hacer nada que me impida estar más de quince minutos sin cruzarme de brazos. Salvo un viaje de cinco días a un destino que no he podido evitar, procuraré que mis vacaciones transcurran sin compromisos, incluso sin esos absurdos esfuerzos festivos que hace alguna gente que no concibe el descanso como un sedante, sino como una exhibición de gimnasia, algo que les confirme en el contrasentido de que el tiempo de descanso sólo es un pretexto parta buscarse ocupaciones que le devuelvan a casa agotado. Ocurre con los entusiastas del baño, que se zambullen en el mar y bracean en las olas hasta regresar sudados a la orilla. Mi idea del descanso vacacional es casi clínica. Sólo pretendo desplomarme en cualquier asiento que no sea mucho más duro que el culo y esperar sin prisa a que venga uno de esos camareros lentos que te dan conversación y te traen luego en su bandeja algo que no importa que no hayas pedido. Ni me entusiasma nadar, ni me apetece broncearme. Necesito las vacaciones para convalecer sin planes de ningún tipo, lejos de esa primera línea de playa en la que siempre hay vísceras y ruido, señoras drenadas por la deglución de la edad y magras bellezas de cecina, deportistas que corren por el arenal jadeando como sus perros y lívidos niños medicinales lamiendo un helado de penicilina con sus farmacéuticas lenguas de pescado azul. Yo prefiero procurarme sin esfuerzo un descanso aleatorio, rendido y apático en cualquier lugar apenas concurrido, en uno de esos sitios a espaldas de la actualidad y del turismo, un sitio donde nadie haya segado jamás la hierba y ni siquiera es seguro que haya estado alguna vez allí la geografía. O sea, dentro de mí.
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