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Ángela Vallvey

Libelo digital

El poder del chismorreo siempre ha sido grande. Antaño, el difamador profesional iniciaba el rumor acudiendo al socorrido y autoexculpatorio: «Dicen que Fulanito...». Atribuyendo a un inconcreto «dicen» la fuente de su embuste, se ponía a resguardo para no ser señalado como autor de la patraña; así lanzaba la calumnia que, al poco, terminaba por deshonrar públicamente al pobre Fulanito objeto de su maledicencia. Las personas que se rebajan moralmente con el fin de agraviar a otras mediante la mendacidad y la falsa acusación son peligrosas por su violencia, pero ellas se resisten a reconocerlo, de la misma manera que el malvado justifica ante sí mismo sus abusos y fechorías. Sí: la lengua corta más que una espada, no sólo hace sangrar, también mutila e incluso mata. El escándalo infundado y su inmerecida condenada es una sentencia vil que todos tememos con horror. Verbigracia, Oscar Wilde fue inmolado en la pira sacrificial de expertos y depravados difamadores, para vergüenza de sus contemporáneos. El desprestigio público es una suerte de muerte civil. Quien se ve arrastrado socialmente en el fango se ensucia un poco por muy limpio que en realidad esté. Es cierto aquello de «difama, que algo queda».

Internet y los ultrarrápidos medios de comunicación de nuestra época han sobredimensionado espantosamente el poder de los brutales practicantes de la calumnia (que son personajes protagonistas en la penosa historia de la humanidad). La cuestión es cómo conciliar la sagrada libertad de expresión con la ferocidad del libelo, cómo distinguir ambos. Una desea creer en aquella engañifa liberal del «dejar hacer, dejar pasar», en la autorregulación, pero raramente funciona.

El inocente que sufre una afrenta injusta se verá siempre perjudicado, de una manera u otra, porque jamás vuelve a brillar del todo el sol donde antes ha caído la sombra de la sospecha.