Alfonso Ussía
Libros gordos
Con la honrosa excepción de don Miguel de Cervantes y su Quijote, los escritores harían bien en esmerar su educación y su capacidad de síntesis y dejar de escribir libros prescindibles de 600 páginas. Cuando entre la tapa o carátula superior de un libro y la inferior puede entrar sin dificultad un bocadillo de mortadela, el escepticismo respecto a su calidad está plenamente autorizado. Cuando Agatha Christie y Simenon pusieron de moda las novelas policíacas, surgió de las alcantarillas literarias de Londres una escritora, Evelyn Donaldson, que pretendió dar una lección a sus maestros. Trataba la novela de un crimen. El lugar de los hechos era uno de los salones de un castillo de Surrey, perteneciente a un noble carente de todo interés. En la página 337 de la apasionante novela, la autora aún está describiendo las características del salón. Que si las cortinas, que si la tapicería, que si las mesas, que si los jarrones de porcelana. En la página 708 se intuye quién puede ser el asesino. El jardinero. Entonces llega la Policía, detiene al jardinero y la interesante historia finaliza.
No he leído, ni pienso leer, el libro de Pilar Urbano. Estoy vacunado por sus entregas editoriales anteriores. En su libro sobre la Reina Sofía necesita más de diez páginas para contar a los lectores que se topó con una cierva o una gama en los aledaños del Palacio de La Zarzuela. Con lo sencillo que resulta escribir, «y con cierto recelo me miró una cierva». Bueno, este oficio de escribir admite toda suerte de posibilidades para describir un momento, una situación, una conversación o una escena de amor, pero el lector agradece siempre que el autor haga un esfuerzo para aliviarle las angustias. Además, que los libros de Pilar Urbano están excesivamente atosigados de frases entrecomilladas, supuestamente guardadas y archivadas en la excepcional memoria de la autora, y eso mueve a la sospecha de cierta fantasía. No voy a dejar a Pilar Urbano en la soledad de los hechos inventados. Casi todos los que escribimos lo hacemos intentando que aquello que afirmamos sea lo que a nosotros nos hubiera gustado que fuera real. Pero Pilar Urbano se extralimita habitualmente en sus fantasmas personales y sus vivencias soñadas, y cuando se apercibe de ello ha alcanzado la página 701, a sabiendas que de haber escrito exclusivamente lo por ella vivido o conocido de primera mano, con cien páginas bastaba y sobraba para poner mal al Rey, que es su obsesión enfermiza.
Pilar, que tiene un extraordinario mérito por su capacidad de trabajo y de imaginación, es escritora de lucecitas. Confió mucho en la lucecita del Pardo y dedicó un tocho descomunal a la lucecita que jamás se apagaba en la Audiencia Nacional, que era, pecisamente, la del despacho de Baltasar Garzón. Pilar es minuciosa, y vuelvo al ejemplo de la cierva que tuvo la fortuna de encontrarse con ella en La Zarzuela. En la carretera que transcurre desde la entrada principal hasta las cuestas que acceden al aparcamiento del Palacio un visitante, no excesivamente observador, puede contar entre mil doscientas y mil seiscientas reses. Y todas miran, aunque se sienten protegidas y son menos recelosas que las de otros lugares.
Hablé muchas veces con Suárez del Rey y el 23 de febrero, cuando don Adolfo se había retirado de la política. Y puedo asegurar y aseguro, que jamás me insinuó queja alguna sobre la actuación del Rey en aquel extraño episodio. Gastar tanto esfuerzo para demostrar lo indemostrable, y con toda probabilidad, lo que no sucedió, se me antoja digno de aplauso por el cansancio en su redacción, pero alejado del interés y el elogio.
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