Luis del Val
Los amores tardíos
Me he acordado del título de la magnífica novela de Baroja al irme enterando de las aventuras y desventuras de esta leyenda universal que va escribiendo los últimos renglones de su vida con inesperados sobresaltos, con ese estrambote que nadie se esperaba y que, hasta cierto punto, tampoco es demasiado sorprendente, porque son muchas las personas que se rebelan a admitir que viven su último verso.
Juzgamos a los ancianos sin serlo, es decir, desde una perspectiva que desconoce la soledad y la desesperanza de las personas conscientes, cada día que pasa, de esos frenazos del tren de la vida, que pueden ser el anuncio de haber llegado a la última estación. Y me molestan los individuos que sonríen con suficiencia, como si observaran las acciones de un loco, cuando la locura es algo que nos acompaña a todas las edades; ahí tienes a esos locos, que parecen racionales, conduciendo una máquina de tonelada y media, a toda velocidad, con el suficiente alcohol en la sangre como para matar a otra persona.
Es cierto que las mujeres jóvenes no se suelen enamorar de ancianos pobres y desconocidos. Ningún limpiabotas achacoso, ningún jardinero, ningún residente de un geriátrico me ha narrado nunca que una mujer guapa de 36 años se hubiera enamorado de él. Sí, es cierto, pero también lo es que la fama y el dinero son circunstancias atrayentes, tanto como la belleza y la juventud. ¿Por qué admitimos unos factores y otros no? ¿Por qué la apostura puede ser un ingrediente positivo para presentar un programa de televisión y no para enamorar? ¿Por qué el dinero es bueno cuando transmite solvencia y es malo para otras cosas?
Y, luego, los hijos. Los hijos, que se olvidan de la limosna de una llamada de teléfono, aunque sea un día a la semana; que pasan meses sin hacer una visita, ni siquiera de cortesía, a sus padres y que, de repente, sienten una honda y potente preocupación porque su padre ha descubierto a alguien que le acompaña, que le alumbra los oscuros senderos del último tramo y que le hace olvidar, precisamente, que son los últimos. «¡Es por interés por lo que actúan las mujeres jóvenes!», dicen los severos moralistas. Puede ser, no lo niego. ¿Y la súbita atención de los hijos por el padre al que ni veían, ni trataban, ni visitaban es por puro amor filial? ¿Ese profundo amor filial, esa preocupación repentina, están exentos de cualquier interés económico?
En esta historia, que no es insólita, sino recurrente, quien me produce más respeto es el veterano protagonista, la leyenda universal que llenó de emociones las gradas, el viejo gladiador que provocaba el júbilo en el circo y que, ahora, cuando ya no tiene fuerzas para sostener la lanza, la malla o el escudo, nota que los leones son otros, menos rugientes, más sibilinos esos leones con otros colmillos, que siempre acechan a los amores tardíos.
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