Alfonso Ussía

Los eméritos

Si fueran chico y chica serían comparables a Paquirrín y Belén Esteban. No paran de hablar. Apenas dos meses de silencio y salen con la húmeda a cuestas para seguir haciendo daño a las personas buenas e inocentes. Pero son chico y chico, porque de no haber nacido varones no serían obispos de la Iglesia. Los dos, el chico A y el Chico B, obispos eméritos de la misma diócesis, San Sebastián, hoy más aliviada con sus ausencias de los influjos de Lucifer. El primero nació en Hernani de sangre montañesa, Setién, que es apellido muy arraigado en la Montaña de Cantabria, desde Castro Urdiales a Unquera y desde Santander al Valle del Pas. Y el segundo es tío en primer grado de la abogada de Batasuna y ETA, Jone Goricelaya, receptora de la Rosa Blanca de la Paz que le entregó en su día, rodeada de actrices cejeras, Pilar Bardem. Setién habló dos meses atrás y ahora le ha tocado el turno a su sucesor, Uriarte, un obispo que en su misión pastoral en Zamora parecía una buena persona. Los dos tienen a la ETA en el corazón, y lo que es peor, en el alma. Los dos forman parte del conglomerado siniestro del nacionalismo violento. Los dos desprecian sin disimulo a las víctimas del terrorismo, y los dos creen que todo lo que no sea «Bildu» es la extrema derecha. A monseñor Setién se le antojó un insulto aquel maravilloso dibujo de Antonio Mingote, convertido en portada en ABC, en el que una poderosa mano con su dedo índice extendido le señalaba a él, un obispo de la Iglesia, el Quinto Mandamiento entre los nueve restantes de las Tablas de la Ley. Y Uriarte, el sucesor que presumía de ser una esperanza en la normalización de una Iglesia dividida entre hombres de Dios y cómplices sagrados del terrorismo, se encargó con excesiva urgencia de enviar mensajes de amor a los verdugos y de distancia y advertencia a las víctimas. En resumen: «Ustedes han sufrido pero ha llegado la hora de que se callen».

Con mejores palabras, edulcoradas con una falsa bondad, es lo que ha dicho en su turno de palabra el segundo Obispo emérito de San Sebastián. En menos de dos meses le pasará el relevo a Setién, que será el encargado de abrir aún más la herida y el dolor de los que han sufrido la brutalidad terrorista o han enterrado a sus familiares con una antelación no prevista por la naturaleza. Los eméritos no saben callar. Mandan callar a los demás, pero ellos siguen a lo suyo. A herir, a sangrar, a descuartizar los ánimos de los afligidos, a oponerse a la voz de los sufrientes, a ridiculizar a quienes piden que el asesinato de sus hijos de cinco o siete años no se pague con un poco más de un año de prisión.

En la Ciudad del Vaticano, un Papa espiritual y agotado, intelectual cimero, filósofo, músico, escritor y trabajador sin horas, un Papa que supo establecer sin dificultad el equilibrio entre la fe del carretero y la hondura de sus estudios teológicos, se sintió débil físicamente para seguir siendo el Vicario de Cristo en la Tierra e inesperadamente, dimitió. Y llegó otro Papa, Francisco, en quien tantas esperanzas han depositado los creyentes y millones de agnósticos que no creen en dios, pero si en la bondad del ser humano. Y ese Papa Emérito, que es mucho más que un Obispo Emérito, se levanta, trabaja, escribe, lee, pasea, piensa, reza y vuelve a rezar, y no ha dicho ni una palabra que pueda interferir en la libertad de acción de su sucesor, al que tiene a menos de cincuenta metros de su retiro voluntario, de su silencio prometido.

Y me pregunto. Si el Sabio y Santo Papa Emérito Benedicto XVI resta callado, ¿no hay nadie que haga que esta pareja de gamberros con moaré cierren la boca y recen por sus almas?