Joaquín Marco
Los niños de la guerra
La Historia es una sucesión de generaciones o promociones, de personas que comparten o compartieron determinadas experiencias. Quienes vivieron la guerra civil española han ido ya desapareciendo. Incluso la guerra civil de 1936 a 1939 les suena a muchos jóvenes como a mí en mi juventud me sonaban las guerras carlistas. No es que en el inconsciente colectivo de esta nación no permanezcan restos que fundamentaron la contienda, pero resultan decisivas las experiencias vividas que pueden arrojar si no luz ciertos matices. Últimamente se habla ya de la generación de los niños de la guerra tal vez de manera impropia, porque la niñez, que Jorge Guillén calificaba de «fábula de fuentes», se contempla hoy como el paraíso perdido, no sin exageración. Para algunos tal vez lo fue, pese a las circunstancias trágicas en las que se desarrolló. A Juan Goytisolo le sirvió para trazar su novela «Duelo en el paraíso» en un ya lejano 1955. Los hermanos Goytisolo perdieron a su madre en un bombardeo en Barcelona, pero pasaron la guerra en un pueblo del Maresme. Se ha repetido muy a menudo por parte de los psicólogos infantiles que el niño apenas si puede recordar a partir de los tres años. Pero con la progresiva desaparición de quienes vivieron aquellos años irán desapareciendo los recuerdos vivos y algunas experiencias, porque, por fortuna, la guerra civil sobre la que tanto se ha escrito queda cada vez más lejana. Durante muchos años, sin embargo, fue referencia obligada en las sobremesas familiares. Yo mismo tengo escasos recuerdos sobre ella. Alguno, anterior a mis tres años, descartando en lo posible lo que sin duda procede del más extenso relato oral de mis padres. Mi primer recuerdo parece, de hecho, una sensación. Vivía entonces en un barrio populoso de lo que hoy se entiende en Barcelona como «Ciutat Vella» y, aunque relativamente lejos de la zona portuaria, no eran infrecuentes los bombardeos. Una bomba destruyó e incendió una casa de pisos en la misma calle, a unos cien metros de donde vivíamos. No recuerdo los escalofriantes detalles que más tarde me relatarían, salvo una sensación de asfixia. Mi abuela, con la que convivía, me había envuelto con un colchón, porque según me contaron años más tarde ésta era una forma recomendada para protegerse de las bombas. Pero, de hecho, sólo recuerdo la sensación de casi asfixia apretado bajo el colchón doblado y el sonido de la rotura de los cristales en ventanas y balcones. No sé si sería por esta razón, pero durante el transcurso de la guerra la familia se dividió y se convirtió casi en nómada. Pasé una temporada en un piso de la Diagonal barcelonesa con mis tíos y primos. De aquellos meses sólo tengo el recuerdo de estar jugando en las oficinas de unas populares galletas que estaban situadas en los bajos del edificio. Sin embargo, no estoy muy seguro de que este recuerdo corresponda a los años de la guerra y tal vez pueda ser posterior, porque lo revivo con excesiva claridad. Decidieron mis padres que Barcelona no era ciudad segura y, siempre junto a mi abuela, pasamos a vivir con mis tíos-abuelos en Montgat. Nada recuerdo de aquel piso, salvo una circunstancia. Habíamos ido a buscar a mis padres que llegaban en tren desde Barcelona y estábamos de camino en una carretera cuando la aviación la ametralló. Recuerdo haberme refugiado en la parte interior de una cuneta, no sé si consciente del peligro. Pero todo ello resultan sensaciones y no recuerdos vívidos. Otro, por el contrario, es más preciso. Estuve por un tiempo en una casa con un huerto, ya en el Vallès, aunque no recuerdo la población y revivo el temor a un pequeño poney que me empujaba por la espalda mientras yo corría ante la mirada y las risas de mis padres que se encontraban en un descansillo de la escalera. Tuve entonces sensación de miedo. En aquella casa vivían también dos monjas refugiadas que, debía contar ya tres años, me enseñaron a leer y pude incluso escribir muy pronto, aunque siempre sirviéndome de las letras de imprenta. Con una familia de Tortosa, amiga de mis padres, que tenía niños de mi misma edad habitamos sucesivamente en diversas casas de algunos pueblos de la zona. Dispongo tan sólo de un recuerdo de guerra de una de las últimas casas en las que vivimos. Disponía de un huerto. Y una vez más un bombardeo en la estación de Granollers la destruyó. Retengo la imagen de la casa de pisos desvencijada, abiertas sus entrañas a cualquier mirada. Pero recuerdo bien el trayecto hasta el refugio, el ir gateando en la tierra blanda, húmeda, de un huerto. De nuevo sin casa y sin posibilidad de contactar con mis padres, sería ya la última fase de la guerra, encontramos refugio en una masía de la zona. Alguna vez he regresado hasta allí para refrescar estos recuerdos, algo que me recordara un paisaje visto con anterioridad, sin ningún éxito. Mi memoria infantil se mantiene en blanco.
Heridas nuestras cuidadoras en otro bombardeo quedamos los niños al cuidado de los habitantes de aquella masía. Me viene a la memoria la visita a un campamento de soldados que debía estar muy cerca en busca de comida. Pero el recuerdo más vivo, de nuevo en un piso con mi abuela herida, huída del hospital, que cuidaba ya de nosotros, fue la felicidad del reencuentro. Sería un par o tres de días después del 26 de enero de 1939, cuando Barcelona estaba ya en poder del llamado bando nacional y mis padres pudieron averiguar dónde nos encontrábamos. Son todos ellos retazos fragmentarios, pero que sin duda debieron dejar un cierto poso en el niño que fui. Los supervivientes de aquellos años tendrán también los suyos bien diferentes de las vivencias que, dadas las circunstancias y el enclave geográfico, atravesé. Es la parte de un tiempo que, fluido, se nos va escapando. Sin lugar a dudas los recuerdos más consistentes responden ya, todavía en la niñez, a la dura etapa de la postguerra. Es lógico que los jóvenes de hoy no logren ni siquiera imaginar cómo era aquel país surgido de una guerra que había acentuado la pobreza y que vivió durante tantos años encerrado en sí mismo. A veces me pregunto qué huellas habrá dejado en nosotros una infancia que vivió tiempos tan turbulentos. De hecho, la historia está tejida no sólo de documentos y de hechos relevantes, sino también de los recuerdos de tantos seres anónimos. La niñez no fue tan paradisíaca para unos como para otros. Lo contemplamos, por desgracia, cada día en los medios que hacen llegar las imágenes de niños de diferentes edades en situaciones bélicas y conflictos. Para entenderlas mejor no estaría de más recoger esos primeros recuerdos bélicos de una promoción que aún no ha perdido la memoria histórica.
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