José Jiménez Lozano

Los valores perdidos

Los valores perdidos
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La «pérdida de valores» es un lugar común o un tópico verbal que explica y justifica lo que se quiera explicar o justificar, y equivale a la melancólica evocación de un pasado donde esos valores importaban, o por lo menos se los nombraba con respeto y se les rendía el homenaje de la hipocresía.

Pero resulta que, si llamamos valores a una cierta visión del hombre y del mundo y unas conductas inseparables de esta, que habían conformado culturas de siglos y muy específicamente Grecia, Roma, el judeo-cristianismo y el racionalismo, desde luego que no se han perdido, sino que se han destruido sistemáticamente a partir del tiempo de las pelucas y su Revolución hasta ahora mismo, para alcanzar los logros de de nuestras grandes conquistas: la consideración de la política como única naturaleza del hombre y la definición de éste como un ser autónomo y libre, que son mera nominalística convenida, pero que no hay, más remedio que afirmar como había que llamar aldeas a los cartones pintados de Potemkin, porque esta afirmación, dentro del sistema establecido y de su lenguaje, era, y es, la única realidad, construida, pero más real que la realidad material misma.

Esto es, que todo a lo que se refieren quienes hablan de «pérdida de valores» es a lo que ha venido denigrándose abiertamente, desde aquella fecha que dije más arriba, pero más seriamente desde fin de siglo XIX y primer tercio del XX, por poner un punto «a quo»; y, entre nosotros, digamos que en los últimos treinta o cuarenta años. Y lo cierto es que todo el mundo parece que ha dado la bienvenida a tal modernidad y madurez del hombre, sacando a irrisión las antiguallas de los viejos valores.

De las tertulias dieciochescas, en las que las gentes instruidas y educadas contemplaban un futuro de libertad y autonomía personales y sociales, hasta las sesiones estudiantiles del botellón en la calle hay un trecho enorme, pero se ha recorrido rápidamente, y se sigue asegurando un futuro de libertad y autonomía, como entonces. Aunque nuestro camino parece dirigirse, más bien, hacia la tribu y el buen salvaje, o hacia el simio, pero, sin duda, una tribu, u buen salvaje o un simio de diseño, que sean útiles y rentables.

En el diálogo platónico sobre «la cosa pública» o «República» se explica que los padres en un determinado momento de los ciclos políticos tienen miedo a sus hijos y los maestros a sus alumnos, porque la democracia, tras encarnar con frecuencia una plutocracia, concluye en una demagogia, que es en el momento en el que pasan esas cosas, y que, si no se remedian, ello indica que se está en vísperas de otro ciclo en el que la autoridad, ausente durante largo tiempo, tiene que volver para evitar la disolución social total. Pero esto es otro asunto.

Lo que pasa es que los valores intelectuales y existenciales de todas clases, y tanto individuales como heredados han sido ya casi disueltos, y treinta siglos de civilidad humana que se tiran por la borda. No se puede pensar que vayan a reconstruirse en un fin de semana. Y quizás ya nunca pueda hacerse, porque no parece que se tenga la mínima intención de ello, ya que esos famosos valores son antiguallas incompatibles con la modernidad, y ésta lleva consigo la ruptura total con ellos.

Aquellos valores fueron primero puestos a irrisión como una antigualla y en consecuencia debían desaparecer; de manera que enseguida fueron siendo liquidados poco a poco, en medio del más gozoso jolgorio por la liberación de los prejuicios y tiranías de tantos siglos. Y existían éstas ciertamente, pero, a conciencia de ello o no, hemos tirado al niño con el lebrillo, y es claro que ni siquiera puede recogerse el agua derramada. Eran, ciertamente, los valores que nos habían humanizado, pero ya dije que parece que tiramos al neandertal o al simio; aunque no sabemos todavía lo que decidirán nuestros amos y señores sobre nosotros y nuestra madurez y autonomía.