Ángela Vallvey

Malos

La Razón
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Adolf Eichmann fue teniente coronel en el Tercer Reich de tan dolorosa, ignominiosa y amarga memoria. Alcanzó el cénit de su «carrera» cuando lo nombraron encargado del transporte de los judíos a los campos de exterminio. Era un tipo estricto y preciso, al que le gustaba cumplir los objetivos de crimen «industrial» que le asignaban, como si fuese el ejecutivo de una multinacional de la muerte (lo era), y durante el periodo de infamia del poder nazi se aplicó a su tarea con el mismo celo productivo que puso cuando, oculto en Buenos Aires, ejerció de gerente de una fábrica de automóviles Mercedes Benz. Para él, el asesinato masivo se convirtió en un empeño manufacturero, que equiparaba con la venta de coches. Escondido en Argentina, tras el final de la II Guerra Mundial, fue atrapado, y raptado por agentes del Mossad, el servicio secreto israelí –de un Estado incipiente, por entonces–, siguiendo órdenes del primer ministro, David Ben Gurion. Lo trasladaron a Israel, donde se le sometió a un juicio que atrajo el interés informativo del mundo entero y que terminó con la condena de Eichmann a morir en la horca. Hannah Arendt siguió aquel juicio como reportera de «The New Yorker» y, basándose en sus observaciones, más tarde publicó su famoso y controvertido libro «Eichmann en Jerusalén». La tesis que sostenía la autora le granjeó la enemistad y el repudio casi generalizado. Incluso sus viejos amigos le reprocharon que no presentara a Eichmann como a un monstruo, dado que este sujeto había sido uno de los más feroces carniceros del régimen nazi, responsable de tantos asesinatos, que resulta estremecedor realizar el simple cálculo (un cómputo que seguramente el propio Eichmann no hubiese tenido empacho en hacer, como buen contable que fue del genocidio y la bajeza humana)... Pero Arendt no lo mostró como a un ser extraordinario –incluso en el sentido del mal–, sino como a un tipo vulgar y corriente. Un hombrecillo patético. Ridículo. Un monigote al servicio de una idea maligna. El tiempo ha acabado dando la razón a Arendt: no existen los temibles monstruos del mal que podrían alimentar las pesadillas del mundo: son simples fantoches irrisorios que no poseen grandeza ni siquiera en su maldad. Los que nos aterrorizan son seres insustanciales, insípidos, limitados, minúsculos: asesinos, terroristas (del ISIS o de cualquier movimiento incivilizado), psicópatas vulgares, ordinarios. Porque el mal es banal. Germina en corazones insignificantes.