José Antonio Álvarez Gundín
Manifiestos
Tal vez este final del curso político sea recordado como el de los manifiestos. Llevamos dos, uno a favor de una reforma federal del Estado y otro en contra del nacionalismo. Los dos vienen firmados por personas que, en muchos casos, han asumido grandes responsabilidades en la gestión pública durante los últimos treinta años. Nadie podrá decir que son ajenos a la actual realidad española. Hay que agradecerles que manifiesten con tanta claridad su disposición a continuar con su compromiso. Otra cosa es que, en vista de los resultados en este punto, resulte conveniente que sigan haciéndolo.
Ambos textos comparten otro aspecto, aunque éste es común a cualquier expresión del ser humano, sobre todo en cuestión de manifiestos político-intelectuales. Y es que ninguno de los dos parece decir del todo lo que quiere decir. En uno de ellos no acaba de saberse qué relación tienen términos como «federalismo» e «identidades» con el nacionalismo. En el otro, se diría que además del nacionalismo hay otro objeto de crítica, no explícito, que va referido a la política del Gobierno central. En ambos casos se trata de opciones legítimas –y no cabe dudar de la buena fe de los promotores y firmantes–, pero no ayudan a aclarar el debate.
Finalmente, en los dos manifiestos hay una ausencia clamorosa, que es la de la idea de España. No se trata de echar de menos la exaltación de la palabra España, menos aún su (mal) uso como arma política. Se trata de hablar de España para demostrar que la idea de nuestro país, el de todos, tiene un contenido concreto, capaz de integrar múltiples opciones, entre las cuales no están excluidos ni un posible federalismo ni la diversidad de culturas, lenguas, identidades, nacionalidades o incluso naciones españolas.
El problema al que nos enfrentamos no es el nacionalismo, que llegó para quedarse hace más de un siglo. Nuestro problema es la incapacidad de imaginar una idea de España, una respuesta concreta y realista a lo que significa ser español, en la que nos reconozcamos la mayoría de los españoles y que sirva de valladar a las tendencias destructivas de los nacionalismos. Por lo que estamos leyendo estos días, seguimos muy lejos de esto. De hecho, prevalece el consenso contrario: de España, en este sentido, no se habla. Eso es «españolismo». Los nacionalistas saben bien en qué términos está planteado el debate, o más bien el no debate. En eso consiste su fuerza desde hace muchos años.
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