Alfonso Ussía
Manos enlazadas
Uno de los documentos gráficos –no se trata sólo de una fotografía– más expresivo y simbólico del reinado de Don Juan Carlos I es, sin duda, el que inmortaliza la reconciliación de las dos Españas. El saludo de los Reyes a doña Dolores Rivas Cherif, viuda del último Presidente de la Segunda República, don Manuel Azaña, en su primera visita oficial a México. Fue el Rey el que manifestó su deseo de visitar a la viuda de Azaña en su domicilio, y fue la viuda de Azaña la que acudió a la Embajada de España a «encontrarse con sus Reyes», que así lo dijo textualmente.
Azaña, con la guerra perdida, intentó un alto el fuego. Huyó a pie y cruzó la frontera pirenaica con Francia. Allí le presentaron armas sus últimos soldados. No tuvo coraje. De haber permanecido en España, a pesar de la derrota, el régimen nacido del lado vencedor se habría encontrado con un problema. Su huida fue muy celebrada por el generalísimo Franco y su Gobierno. Se cuenta que algún militar exaltado sugirió la idea de acabar con la vida de Azaña en Francia, y que Franco se opuso radicalmente: «Azaña, con su escapada y el abandono de sus responsabilidades, ya está muerto». Allí en Francia falleció pocos meses más tarde, y su viuda, Dolores Rivas Cherif, se instaló en México.
Pocos meses después del saludo, el Gobierno de España, a instancias del Rey, concedió a la viuda de Azaña una generosa pensión por su condición de esposa de un Jefe de Estado. Don Manuel Azaña fue un pésimo político y un excelente escritor. Sus responsabilidades negativas durante la Segunda República y la Guerra Civil fueron muchas y nefastas. También corrió abundante sangre inocente por su culpa. No movió un dedo en los años de la República legal –se ilegalizó a sí misma con el golpe de Estado de 1934–, para detener la quema salvaje de iglesias, conventos y colegios religiosos. Fueron incineradas por el salvajismo decenas de miles de obras de arte sacro, y encendió la mecha del enfrentamiento. La factura de sus errores y delitos la pagó con el amargo sabor de su fracaso. Pero el Rey homenajeó a su viuda, y su viuda fue a «encontrarse con sus Reyes» para dejar constancia de la reconciliación. Han cambiado mucho las cosas. Los que sufrieron la guerra, en un lado y en el otro, perdonaron. Los señoritos del perroflautismo, en buena parte ociosos y vestiditos de marca, quieren imponer una nueva República en España, ignorantes de los desastres que se produjeron en las dos anteriores. Aquel Presidente de la Generalidad de Cataluña, también perdedor y exiliado durante decenios, Josep Tarradellas, de ERC, que recibió de rodillas a Don Juan De Borbón en su despacho de la Generalidad de Cataluña –«saludo con honor a mi Señor natural el Conde de Barcelona»–, ha desaparecido para dejar paso al independentismo violento que se mueve en torno a Oriol Junqueras. Aquellos dirigentes de Convergencia Democrática de Cataluña que antepusieron a sus impulsos de aldea el bien común de los españoles en la etapa de la libertad recién nacida han pasado a representar el desprecio, la mentira, el desafecto, y el separatismo, empezando por el singular Jordi Pujol, el gran –y pequeño– Padrino de la farsa. Como aquel duque de Almodóvar del Río, Grande de España y muy corto de centímetros, que expulsó del ministerio de Ultramar al genial poeta Manuel del Palacio: «Le llaman Grande y es chico,/ fue ministro porque sí;/ y en once meses y pico/ perdió a Cuba, a Puerto Rico,/ las Filipinas... y a mí».
Es probable que Cayo Lara ignore quién era Dolores Rivas Cherif. La viuda de un mal Presidente de la República que fue a encontrarse con sus Reyes para poner el punto final a un terrible desencuentro.
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