José Jiménez Lozano
Memoria de «La San Bartolomé»
Hasta casi la Segunda Guerra Mundial, figuraba como estampa de la iniquidad y el horror la matanza de la noche del 23 al 24 de agosto de 1572, o «Noche de San Bartolomé», en la que, cuando sonó la campana de Saint Germain d´Auxerre, comenzó el asesinato de calvinistas o hugonotes franceses, o partidarios de Coligny, a manos de los católicos, o partidarios de los Guisa, con la complicidad más o menos clara de Carlos IX de Francia y de su madre, Catalina de Médicis; y aún se discute si el rey dijo: «Matadlos, pero matadlos a todos para que no quede ninguno que pueda reprochármelo». Lo que quizás significaba la impotencia del joven rey para detener aquella barbarie, pero sobre todo su conciencia de un crimen, que ciertamente no es poca cosa, porque en Roma mismo se celebró aquel crimen como si se tratara del triunfo de la cristiandad en el mundo. Aunque sabemos que algo así ha ocurrido mil veces y por todas partes, y puede seguir ocurriendo, pese a nuestra conciencia de superioridad o nuestro rousonianismo.
A partir de los hechos, la Primera Guerra Mundial obligó a cuestionarse la famosa civilización europea, pero se siguió el juego de seguir cargando con facilidad la barbarie a cuenta del enemigo, hasta que en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, y de años antes y después, se llegó a cotas tan inimaginables de maldad que dio lugar a la pregunta sobre la existencia misma de algún rastro de bondad en la naturaleza humana; de manera que la evocación de la noche de San Bartolomé resultó casi pintura de circunstancias, y brotó la triste conciencia de que la Historia parecía ser la sucesión de una época de barbarie barrida por otra época más bárbara. Y se estaba dispuesto a olvidar que no sólo había habido violencias en la Historia, sino que también hubo hombres y tiempos que se sustrajeron al odio, a la barbarie y a la iniquidad.
El doctor Albert Schweitzer escribió, en los años cincuenta del siglo pasado, desde su clínica africana de Lambarené, un libro que en español llevó el título de «Pruebas de Humanitarismo» y que es una colección de documentos que prueban que, en medio del peor horror, hubo seres humanos que no se mancharon con la violencia. Y, si al fin y al cabo hemos pervivido con alguna humanidad, ha sido gracias a ellos: el futuro depende de que nosotros no tengamos que ver nada con la violencia ni con la sombra siquiera de la iniquidad, como muestra el libro de Schweitzer.
Y, aunque no cabría esperarlo, ésta es también la mejor memoria de aquella Noche de San Bartolomé, porque cuando en toda Francia se había dado la orden de matar a los hugonotes, y ésta llegó a Bayona, el gobernador, Adrián de Aspremont, vizconde de Orthe, escribió al rey sobre esa orden: «Señor, he comunicado el encargo de Vuestra Majestad a los fieles habitantes y gentes de guerra de esta buena ciudad de Bayona; no he encontrado más que buenos ciudadanos, pero ni un solo verdugo; es por ellos y por mí mismo por lo que suplicamos, a Vuestras Majestad, que no emplee nuestros brazos ni vuestras vidas en cosas parecidas. Estamos dispuestos a arriesgar lo que sea y a derramar hasta la última gota de nuestra sangre». Y no hubo sangre derramada en Bayona, ni tampoco en los Estados de la reina de Navarra en los que había no escasa presencia de calvinistas, pero quizás no fueron contagiados por el odio; y Felipe II, pensase lo que pensase, y dijese lo que dijese, no quiso intervenir.
Así que quizá incluso hubo más antiviolentos que el gobernador de Bayona y sus gentes, aunque no nos queden noticias documentales porque no hubo un Schweitzer que las recogiese; pero, sin duda, éstas son las memorias que nos han permitido seguir siendo hombres humanizados y esperanzados siquiera en una pizca de bondad, en nuestra naturaleza, que podemos hacer crecer y contagiar.
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