Alfonso Ussía

Mi Palacio Real

En 1734 ardió el Real Alcázar de Madrid. Tras el lamentable suceso, Felipe V encargó al arquitecto italiano Juvara un proyecto de Palacio de nueva planta más grande y majestuoso. El actual y portentoso Palacio Real de Madrid, construido sobre la montaña del príncipe Pío y cuya construcción materializó otro genial italiano, Francesco Sabatini, protegido de Carlos III, que lo inauguró a finales del siglo XVIII. Las catedrales tardaban en construirse más de un siglo y un Palacio Real, como el de Madrid, de los más ricos y armónicos del mundo, tuvo la buena educación de dejarse construir en poco más de cincuenta años. Por fortuna, el proyecto inicial de Juvara fue rechazado por Felipe V y sus asesores por sus descomunales proporciones. Más de un kilómetro de planta principal, ostentosa pretensión arquitectónica que asustó al propio Rey.

Además de la construcción del Palacio Real, que fue residencia de los Reyes de España hasta Alfonso XIII, Sabatini culminó el proyecto de los jardines que hoy llevan su nombre, el dibujo y plantación del fabuloso Campo del Moro y el diseño de la Plaza de la Armería, de belleza milagrosa y castrense, colgada sobre el Campo del Moro y con vistas abiertas al velazqueño verde azulado de los encinares del Monte del Pardo y el Guadarrama, en cuyos parajes aún se movía la sombra austriaca de Felipe IV y el talento del Siglo de Oro.

Vivo desde que me casé en un buen piso, de dimensiones algo más extendidas que la media del barrio del Chamberí. Y el piso inmediatamente superior al mío, tiene en la práctica los mismos metros cuadrados, algunos más de doscientos cincuenta sin llegar a los trescientos. Aquí nos instalamos mi mujer y yo cuando nos casamos, aquí nacieron y crecieron nuestros hijos y ahora han tomado el relevo nuestros nietos. Un piso que alberga más de diez mil volúmenes en sus diferentes bibliotecas, de cuyos libros me gusta presumir bastante. El piso de arriba fue acondicionado con una obra bastante molesta por sus anteriores propietarios, los cuales lo vendieron hace más de un año a un joven matrimonio, que decidió reformarlo completamente. Llevo un año soportando la obra más ruidosa, torturadora y terrible que la paciencia de un ser humano pueda imaginar. Y mi único consuelo es saber que su dimensión es sensiblemente inferior a la del Palacio Real.

O los propietarios han decidido divertirse cambiando cada semana el proyecto de remodelación de su nuevo piso, o el contratista ha adoptado la inteligente opción de alargar la obra por tiempo indefinido, o unos y otro han considerado oportuno llegar a un acuerdo para que los vecinos de abajo se vuelvan definitivamente locos. Golpes, martillazos, derribos, máquinas perforadoras, y así un día y otro también durante más de un año. Para doscientos cincuenta metros cuadrados.

Ellos, los nuevos propietarios y causantes indirectos de mi tortura, son educados y amables. El contratista, navarro y con el que emparenté durante un tiempo indirectamente, de trato señorial y educación cimera. No obstante, es muy complicado para una mentalidad sencilla y martirizada como la mía, ignorante de los secretos de la arquitectura interior o de diseño, comprender los inconvenientes que pueden surgir en un piso de doscientos cincuenta metros para que sus obras de remodelación superen un año de duración. Tendría que consultar con Sabatini, pero creo que llego tarde.

Abomino de la violencia. No la resisto. Pero están siendo violentos conmigo, con mi trabajo y con mi vida hogareña. Y he comprendido al fin, en la culminación de mi vida, que la tortura sistemática es el mayor suplicio que puede socavar la armonía de un ser humano.

Un año para doscientos cincuenta metros es, sencillamente, una agresión premeditada o una cursilería.