Ángela Vallvey

Milagro

Balaam era un profeta del que se habla en el «Libro de los Números» de la Biblia. Fue enviado por Balak, rey de Moab, con el enojoso encargo de maldecir a los israelitas, a quienes consideraba no del todo amigos. Eso de ir y maldecir a alguien es una embajada que no quisiera yo para mí, pero por aquellos tiempos antiguos el trabajo también era escaso, y supongo que a Balaam no le quedó más remedio que ir al encuentro de los israelitas a hacer el sucio mandado del capítulo XXII, versículos 21 a 30. Montó en su burra y, muy ufano, fue a encararse con los israelitas para decirles cuatro cosas. En el camino le salió al paso un ángel armado con una espada y cara de pocos amigos, que seguramente no era partidario de que cumpliese su cometido. La borrica, sobresaltada ante la divina aparición, de pronto se puso a hablar como una cotorra, con sabias palabras humanas. «Mira, majo, no seas bestia», dijo quizás el jumento, «eso de ir a encararte con el pueblo elegido de Dios es una inconveniencia que no se le ocurriría ni a un cuadrúpedo. A mí me parece que estás a punto de cometer una asnada». Balaam, cuando oyó hablar al animal, se quedó patidifuso a la par que helado. El milagro le hizo recapacitar y bendijo a los israelitas en lugar de maldecirlos, con lo que de paso pudo salvar su pellejo y el del jamelgo.

A las personas que no son famosas por su inteligencia pero que ocasionalmente emiten una sentencia con buen juicio se las compara con la burra de Balaam.

Si está usted rodeado de mendrugos, por familiares que sean, que la dulce navidad con su magia los convierta, no en burros de Belén, sino de Balaam. (Rin, rin).