José Antonio Álvarez Gundín

Militantes del odio

Lo alarmante no es que los predicadores del odio infesten las redes sociales y azuzen a la violencia física, sino la comprensión que encuentran en ciertos políticos y círculos sociales. Lo inquietante no es que Pere Navarro sea agredido por una catalanista histérica, sino que el portavoz de Artur Mas le recete resignación cristiana, pues es la penitencia que ha de purgar por no ser separatista. Siempre hay coartadas para la pedrada al policía, la patada en la boca al adversario, la infamia de un tuit o la chulería de boicotear una conferencia universitaria. O «asaltar» el Congreso. La «crisis» es uno de esos pretextos a los que se acogen los violentos con la anuencia del sindicalismo agreste. Quien asalta supermercados o quema bancos como imperativo moral, es natural que aspire a hazañas mayores. Estallido social, lo llaman para disfrazar las fechorías con ideología y con una imprecación que todo lo justifica: «¡Fascista!». La legislación obsoleta de Seguridad hace el resto: siete de cada diez detenidos por violencia callejera son puestos inmediatamente en libertad sin ninguna consecuencia penal o administrativa. Si los profesionales del odio se mueven con pasmosa soltura es porque se sienten impunes y hasta protegidos, ya sea por observadores de la OSCE o por políticos cualificados, como ese diputado de IU que preguntó en el Congreso si el accidente de helicóptero en el que fallecieron varios militares había causado daños a una familia de cetáceos. Si en internet pululan individuos que hacen mofa de los asesinados por ETA es porque hasta ahora nadie les ha parado los pies. Siempre han encontrado el auxilio de otros indeseables atentos a recoger las nueces y a disculpar el vandalismo desde la seguridad de su aforamiento penal. De todos los militantes del odio, éstos son los más funestos.