Ángela Vallvey

Miradas

Gustavo Adolfo Bécquer era un poeta que se asomaba a la pupila de alguien y hacía un descubrimiento, aseguraba que una mirada valía un mundo, que el alma puede hablar con los ojos y besar con la mirada. En lenguaje coloquial decimos que es posible «comer con los ojos», y esa expresión da cuenta de la fiereza, el ansia, el apetito, el ardor, la pasión que puede habitar dentro de un ser humano y que, a nada que éste se descuide, «se le sale por los ojos». San Mateo decía que los ojos echan el lazo al corazón del amado, pues es cierto que lo enlazan como a una res salvaje a la que se quiere domesticar, llevar al redil de la intimidad donde poder amarla sin compartirla con nadie. Los ojos pueden hablar, y habitualmente así lo hacen, mejor que la lengua. Mientras el lenguaje separa a las personas –cuando no utilizan el mismo idioma o los mismo códigos generacionales o sociales, o usando una lengua común pero siendo incapaces de encontrar las palabras adecuadas–, mientras el cuerpo imposta sus señales y el gesto se puede forzar, los ojos hablan el dialecto del alma. Los ojos son plenipotenciarios del espíritu y su jerga es universal, se entiende en todos los rincones del planeta.

Estos días se celebra el juicio a José Bretón –retransmitido por la tele, porque el dolor ajeno siempre ha sido materia prima con que alimentar el circo del mundo–, y resulta fascinante la extraña mirada de ese hombre acusado de parricidio. No sé si ha cometido o no el atroz crimen del que ha sido acusado. Pero lo cierto es que sus ojos hablan sin cesar, incluso cuando José Bretón calla, y cuentan cosas inquietantes. Afortunadamente para él, no se está juzgando su mirada.