Cristina López Schlichting

Morir con estilo

La Razón
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No hay ninguna evidencia científica de que una vaya a morir y, sin embargo, servidora tiene absoluta certeza de ello. Es una prueba interesante de que la verdad no sólo se descubre con el método científico. Socialmente, la muerte está muy mal vista, pero es muy frecuente. Me han dicho que incluso está muriendo gente que no había muerto antes. (Es broma, por si alguien no entiende). Hay dos ancianos adorables que hablan de la muerte, y sólo por eso son interesantes. Ambos coinciden en que es una lata, pero lo abordan de modo antagónico. Eduardo Punset, 79 años, afirma que el deseo de inmortalidad es sólo la versión humana de la lucha por la supervivencia. Y que es una suerte que esta fantasía se vaya olvidando. Considera que lo religioso, la pregunta por la trascendencia, ha sido un obstáculo para el avance científico de la humanidad. Leopoldo Abadía, 82 años, acaba de sacar su segundo libro sobre la vejez («Yo de mayor quiero ser joven», Espasa) y es un dechado de humor: «Cuando alguien me pregunta –explica– cómo veo mi futuro, le contesto: corto». Escribe que quiere «saber morir con estilo». Como es economista y muy práctico, anda buscando referencias y nos habla de un conocido que se va a morir en tres meses y está muy tranquilo. Él desea poder decir lo mismo, en caso de recibir un anuncio así, y considera, con sencillez, que es más fácil cuando tienes fe. Lo siento por Punset, pero a mí también me resulta mejor lo de Abadía. Fallecer a palo seco no apetece, por más que Cela lo trivializase. «No ha de ser tan difícil morir –me confesaba en la única entrevista que pude hacerle– porque todo el mundo lo hace». Era un absoluto cachondo. Tengo un amigo en Sant Hipolit de Voltregá que, de niño, iba con el cura a administrar la extremaunción a los moribundos. Y el hombre reconoce, en su vejez, que lo que le convirtió fue la diferencia entre el desasosiego con que morían los ateos y la paz que reconfortaba a los creyentes. Y tengo otra amiga, de 40 años, que está desahuciada y serena, incluso contenta. Su médico llegó a dudar de que comprendiese la gravedad de su situación y ella le aclaró: «¡Oh no, sé que me muero. Es sólo que sé adónde voy». Esto se llama fe. Y yo la deseo. No porque sea supersticiosa, ni abomine de la ciencia o el progreso, sino porque soy racional. Cuando algo funciona, merece la pena. Hay muertes ejemplares, como la de Maximiliano Kolbe, que sustituyó voluntariamente a un padre judío de familia en Auschwitz. Yo me conformo con una muerte normalita y feliz. Y eso me resulta inimaginable con la mente puesta, por ejemplo, en la teoría de la relatividad. Hay certezas que nacen de la evidencia.