Ángela Vallvey
Mujeres
Ocho de marzo, Día de la Mujer Trabajadora, expresión redundante donde las haya pues no hay ninguna mujer que no trabaje, exceptuando quizás a las protagonistas de «Gandía Shore». La misoginia sobre la que se ha levantado la dificultosa historia de la humanidad ha obligado a las mujeres a trabajar tenazmente antes incluso de convertirse en una fuerza de trabajo económica. En Occidente, la Segunda Guerra Mundial envió a las féminas a las fábricas y desde entonces allí permanecen, en las pocas que quedan. En el resto del mundo ha sido la globalización quien mayormente ha convertido a la mujer en mano de obra remunerada, aunque barata.
En el siglo XX se produjo un cambio histórico: las mujeres empezaban a cobrar un sueldo, casi siempre mísero en comparación con los hombres, pero salario al fin. El hecho ha coincidido con una explosión demográfica como nunca antes había conocido el planeta Tierra, con la posterior mundialización y unas revoluciones tecnológicas que están haciendo que el trabajo sea, cada día más, un bien escaso. En medio de este panorama, las mujeres del siglo XXI se empeñan en evolucionar. Contra las costumbres, las leyes y los estilos misóginos que venían siendo habituales desde hacía milenios, contra la carestía educativa, la excluyente pobreza, el integrismo religioso o la incertidumbre política. La mujer de hoy sigue lidiando con unas circunstancias por lo general adversas. Martín Lutero decía: «Las niñas empiezan a hablar y a tenerse en pie antes que los chicos porque los hierbajos siempre crecen más deprisa». Y tradicionalmente se creía que –como escribiría Thomas Decker– las mujeres, en el mejor de los casos, son malas. En casi todo el planeta ser mujer es una tarea compleja, ingrata y dolorosa. Sin embargo, son las mujeres las que cambiarán el mundo. Y será para mejor.
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