Cristina López Schlichting
Mujeres en el mundo islámico
Ser occidental es un privilegio de bienestar y libertad, pero siendo mujer constituye, además, un enorme alivio. Hay muchas niñas sin educación en el mundo, chicas sin posibilidades culturales, mujeres socialmente postergadas. Pero en el entorno islámico, además el derecho las discrimina. Por eso es tan importante la noticia, que se produjo en julio, de que Túnez ha aprobado una ley que prohíbe cualquier violencia sobre la mujer, incluidas la sexual y la verbal. No nos engañemos en exceso, sin embargo, Túnez ha sido un islote avanzado a lo largo del siglo XX. Un vistazo al pequeño país, intrincadamente relacionado con Italia y Francia y totalmente dependiente del turismo, revela la «occidentalización» generalizada. Hay otros países islámicos que gozaban de esta condición, pienso en Turquía –en preocupante involución– o Marruecos. Pero en el resto del espectro islámico la mujer sigue sufriendo un trato degradante.
A menudo ella ni siquiera lo nota. Tiene tan interiorizado su papel que apenas percibe nada raro. No siempre es la ley la que segrega. A veces son sencillamente las costumbres. Recuerdo una desesperante conversación en una comisaría en el interior de Egipto, en una zona rural. Hice todos los esfuerzos necesarios: vocalicé mi inglés, gesticulé, levanté la voz, nada. El policía no movió ni una ceja, ni me miraba. Cuando estaba a punto de marcharme, mi traductor se dirigió a él y comprobó que hablaba perfectamente egipcio e inglés. Tan sólo despreciada la interlocución con una hembra.
Hay dos o tres principios muy difundidos en Oriente Medio que establecen que una mujer es inestable de carácter (por eso no puede ser juez) y débil (por eso puede ser seducida y ha de ser confinada, por protección). De ahí el papel que el varón tiene sobre ella y que explica, por ejemplo, que una mujer herede una parte menor del peculio familiar o que su testimonio no valga lo mismo que el del hombre en un juicio. Cuando me detuvieron en el parque Princesa Soraya de Teherán, por caminar a solas con mi intérprete, no se condenaba tanto mi indecencia por salir con un hombre que no era mi marido, sino mi estupidez por ponerme a su merced.
Y hay algo más profundo. La poligamia revela una concepción de matrimonio que nada tiene que ver con la nuestra. En Occidente el hombre y la mujer se conciben como dos iguales que emprenden un camino común. Se entiende que habrá una comunión de almas, intelectual y física. Esto es imposible en un mundo donde los verdaderos amigos del hombre son los varones y la mujer es sólo la madre de los hijos y compañera sexual. La poligamia está reñida con la igualdad, porque está reñida con el amor al otro entendido como don total de uno mismo. Hay que haber vivido como yo en el seno de una familia poligámica para comprender la profundidad y los dolores que se clavan en los corazones de las mujeres cuando su marido duerme con las otras. Bienvenida sea la noticia de Túnez. Pero queda un largo camino.
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