Alfonso Ussía

Mulligan

Los ingleses lo tienen muy claro. El respeto a la jerarquía es inatacable. Se cuenta de un cliente del despacho de abogados «Mulligan, Mulligan, Mulligan & Mulligan». Necesitaba hablar con el señor Mulligan y una joven voz varonil respondió a la llamada. –Me gustaría hablar con el señor Mulligan–; –imposible, lo siento. El señor Mulligan está hoy de cacería–; –Póngame entonces con el señor Mulligan–; – lamentablemente, el señor Mulligan ha viajado a Nueva York–; –En ese caso, comuníqueme con el señor Mulligan–; –el señor Mulligan no ha venido al despacho por haber contraído un desagradable episodio catarral–; –Lo lamento mucho. ¿Está el señor Mulligan?–; –a su disposición. Soy yo–. En ese despacho se respetaba la jerarquía.

Los españoles estamos desorientados, porque no sabemos quién nos manda y a qué nivel nos gobierna. Más de once millones de votantes hemos puesto nuestra confianza en un señor que no nos hace excesivo caso. Cuando lo conocí era una persona cordial, cercana, no excesivamente brillante, pero merecedora de mi confianza. Esa confianza personal no era exclusivamente mía, por cuanto más de once millones de españoles la compartieron conmigo en sus papeletas electorales.

Pero carece del espíritu jerárquico de los abogados Mulligan. Los Mulligan sabían perfectamente quién era el Uno, el Dos, el Tres y el Cuatro en el orden de importancia de su despacho compartido. Y también lo sabía el cliente, lo cual es prueba de la gran inteligencia británica que en España nos falta. Prueba de ello es que a uno de nuestros más singulares y demostrados héroes hemos tardado tres siglos en levantarle un monumento gracias a una iniciativa privada. Me refiero a Don Blas de Lezo, que con seis barcos y una resistencia sublime derrotó a la escuadra del almirante Vernon, compuesta por ciento noventa barcos en Cartagena de Indias. En la Moncloa no trabaja ningún Mulligan, pues en tal caso, le hubiera dicho a Rajoy: –Señor Presidente, el que tiene la obligación de mandar aquí es usted.

Porque el lío es endiablado. A Rajoy, que es el presidente, le manda el marido del matrimonio Villarriola que no es nada. El matrimonio Villarriola que no es nada, está a las órdenes de la vicepresidenta, Soraya S. de Santamaría. Y ésta a su vez, obedece con entusiasmo al presidente de una empresa periodística a la que doña Soraya ha salvado de la quiebra. A la empresa editora del diario «El País», de tal forma, que el volcánico e inteligente Federico Jiménez Losantos se refiere a ella como Soraya Cebrián de Santamaría. Los españoles no hemos votado a doña Soraya, por aquello de las obligadas listas cerradas. No hemos votado tampoco al matrimonio Villarriola, que nos importa un bledo. Y menos aún, hemos votado al multimillonario señor Cebrián, que nos gobierna desde Nueva York. Entonces, pasa lo que pasa. Que no funciona el Gobierno, ni la Fiscalía, ni la confianza, ni la seguridad, ni las obligaciones, ni las leyes, ni el patriotismo ni la firmeza. Por no mandar, no lo hacen ni los ministros, que no tienen muy claro a quién o a quiénes tienen que hacer caso.

Si los Mulligan gobernaran en España, el Mulligan Uno le hubiera ordenado al Mulligan Dos que tomara medidas legales contra su representante en Cataluña por traición, sedición, uso fraudulento de fondos públicos y desobediencia. El Mulligan Dos habría cumplido la orden, encomendando al Mulligan Tres la inmediata puesta en marcha de las medidas. Y el Mulligan Tres, hubiese encargado al Mulligan Cuatro el preciso y exacto cumplimiento de las órdenes del Mulligan Uno, cuya autoridad sustentada en la Ley nadie pondría en duda.

Que venga Mulligan, por favor.