César Vidal

Ni se ve ni se siente

Se cuenta que cuando Napoleón Bonaparte ya se había convertido en emperador y dueño de media Europa sintió una repentina curiosidad por saber qué pasaba al otro lado del Atlántico en aquella república formada después de una revolución anterior a la francesa y que, en la actualidad, conocemos como Estados Unidos de América. Para averiguarlo, envió a un agente cuya misión era informarle puntualmente de la manera en que discurría aquella forma de gobierno que, a diferencia de Francia o de lo que sucedería después en las repúblicas hispanoamericanas, no había degenerado en una dictadura militar. El emisario imperial desempeñó su misión con el rigor que cabía esperar y, al término de la misma, regresó al Viejo Continente. Entonces, cuando Napoleón le preguntó sobre el gobierno que había encontrado, respondió: «Sire, el Gobierno de Estados Unidos es un gobierno que ni se ve ni se siente». La respuesta sencilla del oficioso embajador constituía, seguramente sin saberlo él, todo un tratado de filosofía política, confirmado, por añadidura, por la manera en que se desarrollaría la Historia de las diferentes naciones. Los americanos se habían colocado en la vía del progreso porque habían asumido que el destino se encontraba en sus manos y no en las decisiones que pudieran adoptar los gobernantes y los funcionarios que dependían de ellos. Era esa nueva sociedad civil, procedente además de los lugares más diversos, la que iba a sacar adelante a una joven nación, aún agraria y de dimensiones modestas, que contaba como su mejor recurso el deseo de vida, libertad y búsqueda de felicidad de unos ciudadanos que eran, por definición, iguales ante la ley. El Gobierno tenía que asegurar, ciertamente, la existencia de un ejército que defendiera la integridad territorial y algunos servicios elementales como la policía o correos, pero el resto, la inmensa mayoría de la actividad humana desde el culto religioso a la empresa, debía depender de los particulares. Cuando, por el contrario, el Gobierno es visto y sentido en nuestras vidas porque está continuamente dictando consignas, estableciendo normas y más normas, regulando cómo debemos comer y divertirnos, qué lengua debemos hablar y, por supuesto, vaciándonos los bolsillos porque mantener al monstruo resulta muy caro; cuando se ve a todas horas y se siente incluso a la hora de respirar, de comprar un kilo de patatas, de ir al teatro o de tomarse un café... entonces es que la nación ha equivocado el camino y debe desandarlo a la mayor velocidad posible.