El desafío independentista
No con un Empate técnico
A Mas, Forcadell, Junqueras y Romeva les gustaría poder decir que la aprobación de ayer sobre la iniciativa de desconexión fue acogida en los barrios con gente bailando por las calles, hembras suculentas poniendo collares de flores a los viajeros o inmensas barbacoas de butifarras rustidas bajo tierra en plazas públicas. Pero lo cierto es que apenas un par de centenares de fanáticos se reunieron en los alrededores del parlamento autonómico buscando un momento épico. Poca gente para tanta supuesta cita con la Historia. Incluso apareció un tipo vestido de papá Pitufo en versión estelada (lo juro) y alguna bandera española asomando por las esquinas sólo para hacer la puñeta.
Todo era un poco cutre y astracanado, como lo que estaba sucediendo dentro de la institución.
En el interior, Romeva intentaba convencer a quien quisiera escucharle de que ni el Gobierno central, ni la Unión Europea ni todos los partidos de la oposición ni los votantes de a pie entienden las matemáticas, pero él sí.
Una muchacha con el pelo cortado a tazón y cara enfurruñada subía después al atril para ilustrarnos sobre las ventajas de la desobediencia. No se le había ocurrido pensar que, puestos en la tesitura de desobedecer leyes injustas, quizá la más injusta que muchos catalanes quisiéramos ignorar fuera la ley electoral de 1979, que sigue siendo provisional y que otorga un escaño por Barcelona a cambio de 48.520 votos, mientras que el de Lérida cuesta 20.915 votos. Mientras el voto de un leridano valga el doble que el de un barcelonés, difícilmente habrá democracia en Cataluña.
A la vez que sus señorías votaban, el catalán medio lo que hacía es ir al súper y hablar con sus paisanos. Escuchando las conversaciones se detectaba que conversaban de cualquier cosa menos de la declaración de desconexión. Si se les recordaba lo que estaba sucediendo en el Parlament, miraban por encima del hombro y manifestaban tan poca emoción como si les dijeras que el Meteosat estaba pasando en aquel momento por encima de sus cabezas.
Todo eso hace pensar que cuando el Gobierno central, con buen criterio, se cargue tanta rimbombante declaración, nadie la llorará en exceso, salvo probablemente esas dos o tres personas de la Cámara que andan delicadas de los nervios.
Lo mejor vino por la tarde, cuando Artur Mas tuvo que defender aquella investidura como presidente que tanto ansiaba. Algo le pasa a ese hombre, o sabe que un tropiezo se le está preparando entre bastidores, porque estaba desconocido.
Su chulería de vendedor ambulante, habitual en sede parlamentaria, estaba ausente. Hablaba vacilante, desmoronado. Impresionaba y todo verlo. Quizá era lo poco habituado que estaba el alumno de Liceo a decir «trabajadores y trabajadoras» o «compañeros y compañeras», y asumir el discurso de la CUP. Su cara de almendras amargas y sus dubitativos tropiezos verbales eran antológicos. Parecía un hombre acabado.
El momento álgido de su debacle comunicativa se dio, con una coincidencia cómica, cuando exponía la necesidad de arbitrar en Cataluña un servicio de asistencia psicológica permanente para los catalanes. Sonaba tan a malentendido que el propio Artur en funciones parecía la mejor prueba viviente de esa necesidad. Vaya papelón. Tardó casi treinta minutos en reponerse y sólo lo hizo cuando, a la altura de la media hora de discurso, empezó a hablar de los agravios económicos del resto de España. O sea, recuperar el aplomo al mentir. Algo que realmente merecería la pena psicoanalizar de pie.
La única desconexión que se escenificó ayer en el Parlament autonómico fue la de casi la mitad de los políticos catalanes con el mundo real. Viven desde hace tiempo en un mundo virtual de ideales y declaraciones rimbombantes, de nulo uso y servicio a pie de calle catalana. Los catalanes ya sabemos que dos millones quieren una cosa y otros dos millones la contraria, que aquí hay empate técnico y que nadie puede arrogarse mandatos democráticos.
Inventárselos con trampa es dañar, con tanta tontería, al prestigio de nuestro autogobierno regional. No solamente fuera, sino entre los propios catalanes. Muchos empiezan a preguntarse si realmente sirve para algo. Si llegaran a la conclusión de que no, puede que vieran con mucha tranquilidad la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
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