Lisboa

No digas «exquisito» en Lisboa

He vuelto a Lisboa y he recibido una lección que procuraré no olvidar. Me la dio un camarero en un restaurante de la Baixa. Me preguntó si me había gustado el «bacalhau brasa» y le contesté sin pensármelo que estaba «exquisito». Sin duda, una exageración, como comprendí al momento, porque se trataba de un viejo establecimiento de cocina popular con más de sesenta años haciendo el mismo plato, por lo que es imposible mantenerse tanto tiempo a pie de calle con menús tan «exquisitos» a precios tan populares. Gracias a que los portugueses siguen viendo a España como un país hermano y su conocimiento del castellano nos debería hacer recapacitar sobre la relación que mantenemos con ellos y, en general, con el mundo entero, él, con esa amabilidad ceremoniosa con la que atienden a la gente, me rectificó: en portugués, «esquisito» quiere decir justamente lo contrario. Algo espantoso, horroroso, feo, extraño. Pensé cuántos errores no se habrán cometido por exagerar algo que podría definirse sencillamente diciendo «bueno» o «muy bueno», incluso «no está mal». Para mi tranquilidad, me advirtió de que había entendido el uso que hacía de esa expresión tan francesa. Sin embargo, si el paseante luego descubre las huellas de la crisis por la ciudad tampoco debería utilizarse la expresión «esquisito», sino limitarse a llamar las cosas por su nombre, que es un arte que no todo el mundo tenemos. Decía Wittgenstein, el filósofo vienés, que en el mundo no hay problemas sino preguntas mal formuladas que sólo persisten en los errores. Si preguntas a alguien cuya renta le permite vivir sin trabajar si quiere dejar de ser un esclavo del dinero, la respuesta sólo puede llevar a la confusión: no quiere ser un esclavo, pero si de algo quiere seguir siéndolo es de su cuenta corriente. Ése es el problema que plantea la doble pregunta del referéndum separatista que quiere celebrarse en Cataluña: ser exquisitamente esclavos.