Política

Manuel Coma

Nuestro mejor representante

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Si Carlos III fue el mejor alcalde de Madrid, Don Juan Carlos ha sido, con palabras de Javier Rupérez, el mejor embajador de España. En estos momentos de todo almíbar, en el que no hace falta ser monarcómano empedernido para reconocer un balance ampliamente positivo a su labor y sí un monarcófobo furibundo para negarlo, el tema de la política exterior es paradigmático. Las aspiraciones españolas en ese campo se caracterizan por su modestia, fruto de un morboso complejo de inferioridad, puesto en evidencia por la dichosa foto de las Azores, en la que Aznar acompañaba a Bush, a Blair, y no debería olvidarse, a Barroso, anfitrión entonces y ahora presidente sin taras ni complejos de la Comisión Europea. Se trataba de pararle los pies a un déspota despiadado, invasor de vecinos y patrocinador de terroristas, como Sadam Husein. Nuestras aspiraciones parecieron quedar saciadas al ser aceptados como unos europeos más, tras sacudirnos el estigma del franquismo. No éramos menos, pero tampoco nos parecía adecuado pretender un poco más.

Lo que Don Juan Carlos ha hecho en su reinado es esforzarse por ese poco más, en ocasiones bastante más. Ha conseguido siempre golpear por encima del peso que el país se atribuía a sí mismo. La constitución dice que «asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales». No podría ser de otro modo, pues es el Jefe del Estado. Pero todas las orientaciones políticas las decide el Gobierno. La Constitución también dice que le corresponde «el mando supremo de las Fuerzas Armadas» y a los generales les gusta mucho pensar que es su verdadero superior, pero toda la política militar, de defensa y seguridad la decide el Gobierno, lo que en la práctica y el derecho convierte a su jefe en el auténtico y único mando supremo. En política internacional, lo mismo, con la diferencia de que no puede dejar de ser la cara exterior de España. A ello habría que añadir que su prestigio por el reconocimiento internacional a su decisivo papel en la Transición–por nosotros vivida con cierta angustia, pero ejemplar vista desde afuera– ha potenciado sus magros y muy protocolarios poderes. También, por supuesto, esa aura mágica procedente de las brumas de la historia, que muchos siguen percibiendo en la institución, allí donde existe desde tiempos inmemoriales. ¿De dónde si no esa fruición de los muy republicanos yanquis por codearse con las viejas monarquías, que el Rey ha utilizado hábilmente?

De su discreción en el desempeño del oficio da fe el que nadie puede discernir una determinada línea política en sus múltiples y frecuentes contactos internacionales. Ha estado a lo que le han pedido los sucesivos jefes de gobierno, asegurando una presencia de España difícil de imaginar de otra manera. Ha tenido que resolver marrones y sacar candentes castañas del fuego. Ha reforzado y ampliado la actividad diplomática ordinaria. Tratando con monarquías tradicionales, por no decir de otra época, relucientes por su falta de democracia, ha sido muchas veces la única manera de que el que de verdad manda se ponga al teléfono. Uno piensa naturalmente, en el mundo árabe y, sobre todo, en Marruecos. Sólo la historia de esa relación merece una buena tesis doctoral.