ETA
Oficio de asesinos
El joven Etxebarrieta se contempló desnudo ante un espejo apuntando su imagen con una pistola, reafirmándose en una precuela del desvarío que interpretó Robert de Niro en «Taxi driver»: «Nadie tomará en serio ETA hasta que no haya muertos». En 1968 el guardia civil de tráfico Pardines agachó la cabeza para saludar al conductor Etxebarrieta recibiendo por la ventanilla un balazo en la cara. No fue el primero; ocho años antes, en una estación donostiarra, un artefacto aleatorio abrasó a Begoña Urroz, de 18 meses. El oficio más viejo del mundo no es de las pobres prostitutas sino el de asesino cainita. Bajo la tesis de que el País Vasco era una nación soberana ocupada militarmente por una potencia extranjera, nació ETA en un delirio homicida más de Tarantino que de Scorsese. No hay más, aunque bulla la escenificación de un desarme que tiene escaso interés tras ser desarticulada la banda por la Guardia Civil en impagable trabajo que llevó décadas y aún está por reconocer. Quizá necesitemos memoria histórica, pero sufrimos graves pérdidas de memoria a corto, y ni se ha vivido ni se ha leído lo que ocurrió ayer. ETA no liberó a nadie de nada, y más del 90 por ciento de sus crímenes de sangre fueron postfranquistas. Poseídos del racismo sabiniano cazaban españoles como judíos los nazis, sin el menor atisbo de heroísmo en la acción y distinguiéndose sus operativos por gran cobardía. Hacen falta nueve meses para hacer un ser humano y basta un segundo para matarlo. Las personas son muy frágiles y no se precisa talento ni coraje para devolverlas al polvo. ETA junto a la ultraderecha sembró todo dolor en España para lograr un golpe militar que retrasara indefinidamente la transición a la democracia. Su interés era el de «cuanto peor, mejor». Asesinaron a más de cien militares, desde tenientes generales a dos modestos músicos de un regimiento, contando con una cúpula castrense que habiendo hecho la guerra con Franco tenía ganas de desenvainar. El Estado Mayor entregó a Suárez una estadística comparativa en la que jefes y oficiales estaban sufriendo más bajas que en una guerra convencional. ETA necesitaba otro terror para justificar el suyo. El desarme es publicidad barata, mercancía averiada para intentar trocarla por beneficios penitenciarios. No hace falta ni que se disuelvan; son el rastro perdido de los asesinos del Viejo de la Montaña.
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