José Luis Requero
Palos y velas
A propósito del nacimiento y muerte de la «doctrina Parot», comenté hace días que los terroristas más sanguinarios han sido juzgados con un Código Penal –el de 1973– propio de la criminalidad de la España profunda, pero inadecuado para el terrorismo. Pudo haberse derogado o modificado su sistema de penas, pero por dejadez o conveniencia el poder político no asumió esa responsabilidad hasta 2003.
Era un ejemplo de cómo ese poder político –léase legislador– endosa su responsabilidad a los tribunales. El terrorista había cumplido más o menos veinte años de cárcel, aun así una burla para las víctimas y para una opinión pública cuyo sentido de la justicia exige su pudrimiento carcelario. Ante la noticia de su inminente excarcelación creció la indignación y fue cuando los tribunales tuvieron que hacer malabarismos interpretativos, alquimia jurídica, y calmar los ánimos, asumiendo un papel que el poder político había eludido.
Algo parecido ocurrió con De Juana Chaos. También cumplió su condena, pero su salida y sus aires chulescos indignaron. Fue entonces cuando se forzó su vuelta a la cárcel para lo que, tras rebuscar, se encontró un escrito olvidado y que permitiría acusarle de apología del terrorismo: el caso era mantenerle en la cárcel unos pocos años más.
No es nuevo el deseo del poder político de que los tribunales le aguanten la vela. Un caso fallido fue la legalización del Partido Comunista, en 1977. El Gobierno se había comprometido a legalizarlo, pero no quería quemarse y trasladó esa responsabilidad al Tribunal Supremo. Éste resolvió no resolver nada: se declaró sin jurisdicción porque la decisión era política, no jurisdiccional. Aquel Gobierno finalmente aguantó su vela, pero el poder político tomó nota de qué podía esperar de los jueces y a la vuelta de los años nos esperaría con las diversas reformas judiciales. Otro ejemplo de ese talante del poder político ocurrió en 1997. El ex presidente González echó en cara a los jueces el espectáculo de que los miembros de Herri Batasuna, algunos aforados, abriesen los telediarios al ir a declarar ante el Tribunal Supremo día tras día y no zanjar esas citaciones en 48 horas. Tras catorce años en el poder pudo haber ilegalizado a esa coalición –de hacerlo, muchos espectáculos nos habríamos ahorrado–, pero era un partido legal y tenía parlamentarios con todas las de la ley, luego si se había llegado a esa situación no era por los tribunales.
El diálogo, el contacto o la negociación del anterior Gobierno con ETA trajo otro intento de que los jueces le aguantasen vela al poder político: fue la teoría de las «togas manchadas de barro». Se llegó a defender que esa negociación –o contacto o diálogo– exigía una nueva sensibilidad: los tribunales deberían interpretar las leyes de acuerdo con ese nuevo momento político y sus exigencias. Sin embargo, hubo que recordar que el Estado de Derecho no se suspende, luego si las leyes no permitían ciertos tratos favorables deberían cambiarse, pero no exigir a los jueces apaños según el momento político. Fueron años en los que el presidente del Gobierno afirmaba que ciertas condenas dificultaban el proceso de paz y hubo que recordarle que si entorpecían, que calmase a sus interlocutores encapuchados asumiendo su responsabilidad porque en su mano estaba indultarles u otorgar terceros grados, pero que no exigiese absoluciones porque no convenían las condenas. En ese contexto hubo quienes sí se dispusieron a sostener una vela que debería haber sostenido el poder político con el resultado ya conocido. Al «caso Faisán» me remito.
El poder político –ya sea bajo el formato de legislador o de gobierno– tiene un poder formidable: dicta, modifica o deroga las normas; pero en un momento dado puede que la norma incomode y no convenga ni derogarla ni modificarla, pero tampoco aplicarla tal cual es. Se acude así al «auxilio» del juez, para que lleve el pesado cirio de una interpretación que sirva de sucedáneo de reforma o derogación, un cirio cuyo porteo corresponde al legislador o al Gobierno, pero que no quiere asumir. Esto no deja de ser sino otra vertiente más de la politización de la Justicia, de un sistema donde no hay contrapeso de poderes sino complicidades indeseables.
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