Fernando Villalón
Parque de Doñana
Hoy me acompañan un bando de pájaros flamencos, que tiñen de rosa el amanecer de la marisma. Vengo, como un velero, Guadalquivir abajo, por aquellas islas que cantara el poeta y filósofo del campo, Fernando Villalón. Por afluentes de un río grande, que cruzaron naos colombinas y embarcaciones que soñaban con nuevos mundos. Un camino de arena y de pinares nos conducen hasta los cerros, donde los ánsares detienen su vuelo buscando las castañuelas. Caminos de antiguas chozas y casas donde vivían los guardas y vaqueros, por cerrados de legendarias ganaderías bravas. Y entre los tarajes y bayuncos, la brisa se perfuma de tomillo, de romero o de lavanda recordando leyendas de Doña Ana de Mendoza. O historias como la de Adolf Schulten, que en el Cerro del Trigo soñó con el mito de Tartessos. Coto de reyes, con sus palacios del Acebrón y de Marismillas, donde los guardas vestían con traje corto de pana y sombrero de ala ancha. Como aquellos que cada año por Pentecostés peregrinan para ver a la Virgen del Rocío. Desde Bonanza hasta las playas onubenses, se suceden las torres y atalayas que, tiempo atrás, sirvieron como faro y defensa. Pero el universo de Doñana sigue siendo un inabarcable territorio donde conviven innumerables especies: desde el lince ibérico hasta el buitre aleonado o el águila imperial. O razas autóctonas, como el caballo marismeño y las vacas palurdas y mostrencas. La España inexplorada, que narró Abel Chapman en el XIX, sigue siendo una gran desconocida para muchos. Más de cien mil hectáreas de un coto que es la gran reserva ecológica del viejo continente. El Parque Nacional de Doñana cumplía sus bodas de oro, con José Antonio Valverde en la memoria, a la vuelta de un paseo con los flamencos volando a la hora del lubricán.
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