Martín Prieto
Pasión de catalanes
Por un tiempo sufrí pasión de catalanes. Jordi Pujol era un ponderado espejo de virtudes públicas, tenido por austero en lo personal y moderado en su nacionalismo. Tarradellas, como viejo zorro curtido en conspiraciones y largas esperas, era socarrón y sarcástico, y tenía pocas esperanzas de que Cataluña se ensamblara definitivamente como una pieza de España, y profesaba una premonitoria desconfianza hacia Pujol y su proyecto que calificaba de hipócrita.
Acudí a Cadaqués para calibrar el surrealista franquismo de Salvador Dalí y, fuera de foco, hallé un gran burgués amable y normalísimo, cuya única patria era el dólar y, acaso Gala, la estricta gobernanta, que satisfacía su masoquismo sexual. Un travesti francés muy guapa/o nos hizo los honores de la casa de los huevos frente a una barca podrida de cuya quilla brotaba un pino. Dalí no estaba interesado en Cataluña como problema y sí en rememorar sus intentos sodomíticos con Lorca: «Estaba enamorado de mí, pero lo dejamos porque nos hacíamos daño». El gran poeta Salvador Espriu me advirtió que abreviara porque se estaba muriendo. Afortunadamente el gran hipocondriaco tardó años en cumplir su pronóstico. Aún herían su sensibilidad los horrores que vivió de joven durante la guerra civil y, por tanto, era un hombre de consensos, pero en una República Federal española. Tal como la patria de Dalí era el dinero, la de Espriu era el catalán antes que la independencia. La democracia le otorgó la cruz de Alfonso X el Sabio, y la rechazó. Dalí tenía la suya en el vestíbulo en la pechera de un gran oso disecado.
En su mas de Llofriu Josep Pla me derramó su sabiduría en la mesa camilla frente a la gran chimenea con una vieja renegrida y sarmentosa sirviéndonos el vino del país. «Aquí el suelo es pizarroso y cuando sopla la tramontana el aire se electriza y los matrimonios se pegan o los amigos dejan de hablarse, hasta que la atmósfera se normaliza. Los catalanistas se encrespan igual, según sopla el ciclo, pero al final pesa nuestro carácter de tenderos y nos sentamos a echar cuentas. Lo que no entiende Madrid es nuestro complejo de inferioridad que, como usted sabe, va unido al de superioridad. Los independentistas se sienten maltratados y faltos de cariño y acaban creyéndose superiores por miedo a una inferioridad histórica. Mi querido amigo: el problema catalán pasa por Freud».
Mañana comenzarán las negociaciones. Y dentro de cincuenta años, también.
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