Historia

Alfonso Ussía

Pintada habanera

La Razón
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La primera vez que viajé al Este comunista, la URSS de Leónidas Breznhev, experimenté sensaciones extrañas. Muchos militares por las calles, todos ellos con una cartera o una bolsa. Olor a berza y sudor. Los desodorantes no habían entrado en el plan quinquenal vigente. Los hombres, en su mayoría, con pantalones marrones. Visité los Almacenes Gum de la Plaza Roja, y en efecto, los pantalones a la venta eran marrones de acuerdo al plan quinquenal. Las «birioshkas», tiendas para extranjeros donde no se admitían rublos. Y una ciudad sin pintadas. En España, las pintadas estaban al orden del día, en cualquier muro o fachada. Moscú lucía limpia y resplandeciente, al menos el núcleo principal de la capital soviética. En los países comunistas, las pintadas estaban severamente castigadas. Y todavía no se adivinaban los cambios. Miradas tristes y pasos perdidos en busca de cualquier cosa. Y colas.

En la España de los primeros Gobiernos de Adolfo Suárez, las pintadas proliferaban. Las había de amor, de pasión y de política. «Franco estaba loco. Se creía Suárez». Y a diez metros, «Te quiero, Lola». En Atocha, después de una manifestación que terminó con graves disturbios y más de un herido –los heridos eran casi siempre los agentes del Orden–, un enviado de Franco escribió: «No se os puede dejar solos. Franco». Y una pintada original y críptica, digna de pormenorizado estudio. «Beethowen, cabrón».

Con Gorbachov, los rusos se unieron a la moda de la protesta o el amor caligrafiados en las fachadas. Cayó el Muro de Berlín y las fruterías y supermercados del sector occidental agotaban desde las primeras horas sus existencias de plátanos. Los alemanes del Este, conocían la fruta, pero no la habían probado. Los coches de los alemanes sufrientes, fácilmente reconocibles, exhibían en sus parabrisas toda suerte de billetes que los alemanes occidentales les regalaban. Y el muro se llenó de grafitis, pero no de pintadas. Todavía no se atrevían los alemanes que derribaron el muro a criticar al sistema criminal y carcelero.

En España. El desahogo en muros y fachadas era constante, y los operarios de los ayuntamientos invertían una buena parte de su horario laboral borrando las pintadas que, llegada la noche, serían sustituidas por otras. «Remigio tiene un pito que es un prodigio», y a su lado, «Gracias, Marisol. Soy Remigio». Pero también «fascistas criminales» o «Rojos asesinos». Un debate que se resumía desagradable pero muy local, de esquina a esquina.

Mi gran tragedia es no haber podido pisar La Habana. Jamás me concedieron el visado. Me decían Antonio Burgos y Juancho Armas Marcelo, que es una maravillosa ciudad española que se derrumba. Y que no hubo pintadas hasta el fusilamiento del general Ochoa, al que acusaron de narcotraficante por su creciente prestigio en el Ejército. Castro lo fulminó. Y los habaneros adversos a la dictadura, llenaron las fachadas agrietadas de los palacios habaneros con pintadas muy escuetas, escritas a vuela pluma y a todo correr para escapar de la denuncia o la detención. «8 a», es decir «Ochoa». En cada casa de La Habana hay dos o tres inquilinos encargados de vigilar a sus vecinos, y éstos tenían que darse prisa para no ser detectados cuando recordaban –«8 a»–, al general ejecutado.

Pero últimamente ha surgido un héroe que escribe pintadas extensas en las piedras habaneras. Y una de ellas ha dado la vuelta al mundo por su síntesis brillante del sistema comunista. «Mi padre, médico. Mi madre, abogada. Mi hermano mayor, odontólogo. Yo, ingeniero. Menos mal que mi hermana es jinetera de turistas, y nos puede mantener a todos».

Tardaron más de un día en borrarla. Quizá es un síntoma de un levísimo soplo de la libertad futura.