Crisis económica

Política científica

La Razón
La RazónLa Razón

Arrecian los ataques de los grupos de presión científicos al Gobierno por su política en materia de investigación. Es lo de todos los años: una queja interminable acerca de los recursos que las Administraciones Públicas dedican a financiar este asunto. Un punto de razón tienen cuando señalan que, desde 2010, el sistema de I+D ha reducido su tamaño de manera que, si en ese año España se gastaba el 1,40 por ciento del PIB en ciencia y tecnología, en 2016 la cifra se había rebajado hasta el 1,19 por ciento. Sin embargo, este indicador es demasiado burdo para tratar el asunto porque no todo en la I+D es ciencia. Aclaremos que actualmente el 54 por ciento del gasto en I+D lo hacen las empresas innovadoras y que este porcentaje está diez puntos por debajo del promedio de la Unión Europea, lo que nos lleva a concluir que el talón de Aquiles de nuestro sistema está, precisamente, en el raquitismo del sector empresarial innovador. Cualquiera que haya manejado los datos europeos se habrá dado cuenta de esto; pero también es verdad que el lobby científico no suele insistir en ello porque lo suyo es pescar en el río revuelto del caos conceptual en el que se confunde la investigación científica con la tecnología.

A los lectores no avezados en estas lides les aclararé que lo singular y propio de la ciencia es el desarrollo del conocimiento abstracto –o sea, de los conceptos y las teorías que nos ayudan a comprender el mundo–, mientras que el ámbito de la tecnología corresponde a la elaboración del conocimiento concreto –es decir, a la resolución de los problemas técnicos específicos de la producción de bienes y servicios–. Por eso los científicos suelen ser malos tecnólogos aunque su ciencia sea muchas veces imprescindible para estos últimos.

¿Y qué pasa con los recursos que se dedican a la ciencia en España? Pues que, desde 2010 se han reducido, perdiéndose una cantidad equivalente al 0,12 por ciento del PIB, lo que ha supuesto una merma de las plantillas de investigadores en casi 10.000 personas. Puede parecer mucho, pero para valorarlo es conveniente introducir algunos matices porque ese achicamiento del sector científico no se ha reflejado en su producción, sino todo lo contrario, pues ésta se ha incrementado si la medimos en términos de publicaciones académicas. Y, por otra parte, resulta que la proporción que supone la financiación pública de los Organismos de Investigación adscritos a la Administración ha aumentado en casi diez puntos porcentuales entre 2010 y 2016, aunque el que corresponde a las universidades se ha deducido en un poco menos de un punto porcentual. O sea que han pasado dos cosas simultáneamente: las instituciones científicas españolas, tomadas en conjunto, han reducido su tamaño eliminando ineficiencias y mejorando su productividad –en un tercio aproximadamente–; y el compromiso financiero del Estado y las comunidades autónomas con ellas se ha reforzado. Por tanto, no todo está tan mal en el balance de la política científica.