Cristina López Schlichting

Primarias

La Razón
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No existe figura electoral con mejor prensa que las llamadas «primarias». Las republicanas fueron tuneadas para evitar que el candidato bendecido por el partido sufriera un vía crucis. Asfaltar un recorrido amable, en el que el favorito coseche la mayor parte de los compromisarios, garantizaba alcanzar la convención de julio, de donde saldrá el candidato a presidente, centrados en lo importante. Pero el experimento descarriló y amenaza con volarle la jeta a la histórica formación de Dwight D. Eisenhower, Nelson Rockefeller, Gerald Ford y Ronald Reagan. Las razones son varias y han sido debatidas con estrépito. El electorado conservador incuba desde mediados de los sesenta un alma bifronte, entre los liberales, moderados, que valoran la tradición y mantienen una visión pragmática de la política, y los rebotados, suma de «white trash», evangelistas y obreros laminados por la deslocalización de las empresas. Los primeros aspiran a que el sentido práctico y la negociación primen sobre el revanchismo. Los segundos suspiran por una presidencia antipolítica. Consideran que los servidores públicos son una casta de manirrotos, un lobbie mafioso. En Washington, lejos de contemplar la tierra sagrada del constitucionalismo y la democracia, ven espectros. Como las brujas de Macbeth creen que «lo hermoso es horrible y lo horrible hermoso». Quizá por eso les da igual que Donald Trump, que acaba de apuntarse otros siete estados, reciba el apoyo del ex jefe del KKK. No importan sus baladronadas, su misoginia, los alardes de xenofobia, las contradicciones entre su dialéctica acelerada y su trayectoria pública y, por supuesto, tampoco la banalidad de un discurso que se sataniza así mismo a base de indigencia intelectual y pirotecnia retórica. Lo único importante, fundamental, es el cómo. Los cromados del coche, fulgurantes, aunque carezca de motor y vaya a pedales. Se trata de hacerle una enmienda a la totalidad de la cosa pública, una opa hostil al sistema representativo, de instalar en las plazas la guillotina eléctrica reclamada por Valle y jalear a un condottiero imponente. De ahí que Trump, condenado al revolcón si tuviera que manejarse en los tiempos y términos de la política tradicional, sea un animal nacido por y para competir en las «primarias», un campo de juego proclive a premiar la banalidad automática, amigo de carismas y enemigo del matiz, la contrarréplica y la pausa, y donde la violencia dialéctica, el prime time y la reserva india del Twitter empalan sin piedad los viejos procedimientos.

Un partido, en esencia, es una maquinaria de alta precisión diseñada para canalizar el voto y, a partir de ahí, conquistar el poder. Creer que los tiffosi, por voluntariosos que sean, tienen la capacitación requerida para que el ingenio funcione, es engañarse. Los republicanos, que podrían vivir una pesadilla electoral de proporciones monumentales en otoño, aprenden tarde y mal que el electorado también enloquece. Una corriente de opinión, por mayoritaria que sea, puede ser adánica. Incluso antidemócrata. Ponérselo fácil equivale a dispararse en el vientre. La ola que cabalga Trump está legitimada por los votos, pero lejos de propulsar a los republicanos a la Casa Blanca podría tragárselos. Es lo que tiene jugarte el partido al mejor tsunami.