José Luis Requero
Proteger libertades
Los derechos, los principios y valores que informan la convivencia se protegen proclamándolos y con posibilidad de reclamarlos en caso de violación. Éste es el papel de la Constitución, que reconoce derechos y libertades fundamentales y, además, los erige en derechos subjetivos tutelables por los tribunales. Pero también se protegen mediante el castigo, por eso el Código Penal suele denominarse «constitución negativa», pues castiga los actos contrarios a los derechos y libertades.
En un escalón inferior está la protección administrativa, ámbito donde rigen leyes sobre seguridad ciudadana y orden público, y que sanciona actos que son contrarios a las normas de convivencia. Es el caso de la Ley de Seguridad Ciudadana, pero su objetivo es más amplio: no sólo prevé actos ilícitos y los sanciona, sino que regula medidas de prevención, la vigilancia policial o el mantenimiento y el restablecimiento del orden público.
Ya sea el castigo penal como el administrativo, representan lo que se denomina manifestaciones del «poder represivo del Estado», expresión desasosegadora pero que no debería inquietar. Se trata de que el Estado, legítimo y único titular de un poder de coacción y castigo, del ejercicio de la fuerza, tenga claramente delimitada su actuación con la consiguiente garantía para el ciudadano. Pero lo relevante es que esa regulación de la seguridad ciudadana responda a unos valores que la sociedad reconoce como dignos de protección.
Acaba de conocerse el anteproyecto de la Ley de Seguridad Ciudadana y suscita dos planteamientos. Uno es el que busca la confrontación política y pretextará que es represora –si es sancionadora, en efecto, lo es– pero empleará esa expresión no en el sentido jurídico sino el vulgar: reprime derechos y libertades, luego es enemiga de la democracia. Esta critica, aparte de oportunista y mendaz, invita a que sus autores se retraten y digan qué valores de convivencia, qué principios y libertades entienden dignos de protección. Desde su lógica deduzco que es antidemocrático sancionar escraches, el asedio a las instituciones, los insultos a las Fuerzas de Seguridad, la prostitución en la proximidad de los colegios, la perturbación de actos públicos, las manifestaciones en jornadas preelectorales, deslumbrar con rayos a conductores o pilotos, el botellón, hacer barricadas, etc.
Desde esa lógica, estas conductas no son contravalores, sino valores dignos de no ser inquietados. Sin embargo, todo ciudadano razonable las ve como inasumibles en una sociedad libre y civilizada, cada vez más compleja y en la que las manifestaciones de desorden y las posibilidades de alterar la paz ciudadana aumentan en variedad e intensidad. Y si ese ciudadano razonable indaga un poco más advertirá que esas críticas quieren la impunidad de unos instrumentos de agitación, habituales de quienes desprecian la libre convivencia o sólo ven respetable la autoridad si la ostentan.
Pero también cabe la crítica positiva. La cuestión es no sólo advertir si la ley identifica conductas cuyo castigo reclama el ciudadano, sino, además, si cumple los estándares de admisibilidad exigibles en un Estado de Derecho moderno. A estas alturas y tras la experiencia de la ley socialista de «patada en la puerta», no es difícil moverse dentro de lo constitucional y el anteproyecto lo cumple. Aquí ya entramos, por ejemplo, en la correcta definición de los actos ilícitos, sin abusar del empleo de términos etéreos o de libre apreciación, objetivo que cumple el anteproyecto. Piénsese que la inconcreción, unida a la presunción de certeza de las denuncias policiales, suponen un riesgo cierto de arbitrariedad. Otra exigencia es que las sanciones sean proporcionadas y que la tutela judicial sea efectiva.
De esto último –la efectividad de la tutela judicial– depende la bondad de la ley, pues cuanto más dura sea –sobre todo por la intensidad de las sanciones–, más pleitos generará con el riesgo de que, a la postre, acabe naufragando en los tribunales. No es el primer caso de leyes cargadas de eficacia administrativa, con olvido de que su eficacia última se juega ante el juez. O puede ocurrir lo contrario y esto ya sería más grave: que las garantías formales y materiales que prevea queden en retórica si hay que esperar años para juzgar una elevada multa, antes pagarla y, además, unas tasas judiciales disuasorias. Si la tutela judicial quedase en una hipótesis puramente formal, en este caso el balance sí sería el de una ley regresiva.
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