César Vidal
Recuerdo de Azorín
Este mes se cumplen cincuenta años del fallecimiento de Azorín. Significativamente, está pasando casi desapercibido. No es eso lo que más me duele ni tampoco que no hayan aparecido numerosas ediciones conmemorativas de sus obras. Tampoco que para acceder a todo su legado literario haya que sumergirse en las estanterías de una librería de viejo. Seguramente lo que más me apena de este silencio clamoroso es la ignorancia de las nuevas generaciones. Cuando no había cumplido todavía nueve años, ante mis ojos ya habían pasado no pocas páginas de Azorín con las que me sentí profundamente identificado siquiera porque describía un mundo escolar bien similar al que yo vivía a diario. Nunca dejé de sentir esa cercanía en sus obras. En sus descripciones de las Cortes de la época, en sus paseos por España, en sus reflexiones sobre la Historia, Azorín no ha dejado de sorprenderme por la manera en que veía reflejados mis pensamientos. Este fin de semana, como modesto homenaje, releí La ruta de don Quijote para volver a encontrarme con paseos de antaño, con vivencias infantiles y, sobre todo, con España. Me consta que los españoles prefieren polarizarse en lugar de estudiar con objetividad su Historia. Unos la niegan de arriba abajo como si nada positivo hubiera en ella salvo que, por ejemplo, convirtamos a Carlos III en socialista o adoremos el desastre que, trágicamente, fue la Segunda República. Otros culpan de los males patrios a todos menos a sus compatriotas y llegan a intentar justificar –y hacen el ridículo– desde el decreto de Expulsión de los judíos a la Inquisición pasando por la explotación de los indígenas en el Nuevo Mundo. Siento no poca repulsión frente a ambas posiciones porque además de injustas me parecen profundamente dañinas a la hora de diagnosticar nuestros males e intentar así corregirlos. Quizá por eso siento un consuelo especial leyendo a Cervantes, a Juan y Alfonso de Valdés, a Torrente Ballester o a Azorín. Todos ellos captaron a la perfección los defectos nacionales y, a la vez, no dejaron por ello de sentir un amor profundo por España y los españoles. A él sumaron en más de una ocasión una ternura apenas contenida, una ironía suave y una compasión acentuada. Desconfiaban, a la vez, de la cerrazón de unos y otros. No puedo evitar identificarme con ellos. Por eso, les invito a leer a Azorín.
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