Ángela Vallvey

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La Razón
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En política es fundamental saber establecer alianzas. Una mala unión puede acarrear graves consecuencias. Las compañías –y, desde luego, eso no sólo ocurre en política– hablan de lo que somos, de quiénes somos, muchas veces con más claridad que nosotros mismos. Dime con quién andas y te diré quién eres, sentencia el sabio refranero español. Coaligarse con un ex terrorista, por ejemplo, paseándolo del bracete, presentándolo como un héroe, es un acto tan evidente que casi no tiene subtexto: resulta tan contundente como un puñetazo, no necesita explicación, y hasta la persona más ingenua y bienintencionada es capaz de entender el descarnado mensaje que hay detrás de una acción tal. Por el contrario, establecer conexión con un grupo con fama de solidario, verbigracia, inmediatamente otorgará un benéfico barniz a quien creó ese lazo de empresa común. De la misma manera que una persona con mala reputación ve mejorada su imagen cuando se empareja con alguien que goza de una notoriedad de filántropo. «Parecía mala gente, pero algo debe tener el señor Mengánez cuando la señora Fulánez, que es persona de reputada probidad, se ha juntado con él», dirán las lenguas sueltas por ahí... Los políticos lo saben: son conscientes de que cualquier mancomunidad que establezcan con otros grupos pasará inmediatamente a ser vista por los votantes como una sociedad común que hablará a voces limpias sobre quiénes son y lo que pretenden. Por eso andan con pies de plomo a la hora de colaborar unos con otros. Tienen tantos remilgos para establecer consorcios con los que hasta ahora eran sus adversarios que cualquiera diría que temen «mancharse» de algún modo por la compañía de los demás.

La dificultad para formar gobierno en España, que se está escenificando desde hace muchos meses –ya demasiados– es un problema de identidad: del miedo de los distintos equipos políticos a la pérdida de su personalidad pública, en un momento clave en el que es precisamente eso, la peculiaridad de cada grupo, lo que conforma el único patrimonio electoral de los distintos partidos.

Los laureles, lo dejó dicho Manuel Osorio y Bernard, se recogen según los méritos en la guerra, y acaban en el puchero. Otro refrán reza: «Cría fama y échate a dormir». Pues claro. La fama importa y hay muchos prójimos –no sólo los políticos– que piensan como Espronceda: «Y espero que mi busto adorne un día, algún salón, café o peluquería»...