Olimpismo

Samaranch

La Razón
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Barcelona debe agradecer a los Juegos Olímpicos de 1992 ser hoy una de las ciudades más conocidas mundialmente. La transformación urbana tuvo un alto impacto económico y social, propiciando que pasara de ser en 1990 la undécima ciudad europea en atractivo a ser la sexta en 2000 y la cuarta en 2010. La excelencia y el innovador diseño, la unanimidad institucional, el fomento de grandes inversiones, el proceso de fomento urbano y el liderazgo de Maragall y de Samaranch hicieron que los Juegos de Barcelona se convirtiesen en un modelo para otros megaeventos. Además, no hay dudas de que Barcelona brilla universalmente gracias a los considerados los mejores de la historia olímpica, y sólo la sombra del boicot independentista pudo afectar la normal celebración. Si alguien fue el artífice de la elección de la Ciudad Condal y, por ende, el factótum de la enorme transformación de una Barcelona gris en una ciudad moderna, ése fue Juan Antonio Samaranch. Descendiente de empresarios textiles, desde joven compaginó la práctica de varios deportes, especialmente el hockey sobre patines (donde llegó a ser seleccionador español ganando varios campeonatos del mundo), el boxeo, la hípica, la vela, el esquí y el golf. Inició su carrera política en Barcelona como concejal de Deportes en 1955, cargo que desarrolló hasta 1962, y posteriormente procurador en Cortes de 1964 hasta 1977; presidente de la Diputación de Barcelona y embajador en la Unión Soviética y Mongolia. Pero su cargo más importante fue el de presidente del Comité Olímpico Internacional (COI) durante 21 años e impulsor del movimiento olímpico. Entre sus principales logros está el haber acabado con el boicot político a los Juegos, que se vio sobre todo en Múnich, Los Ángeles y Moscú, y haber permitido la participación de deportistas profesionales. En 1988 le fue concedido el Príncipe de Asturias como premio a «toda una vida dedicada al fomento del deporte nacional e internacional» y a su labor de «mantenimiento de la universalidad del olimpismo». Hoy en Barcelona, Samaranch no tiene ninguna calle dedicada a su memoria y el desprecio y el odio revanchista se cierne sobre su figura. Barcelona está gobernada por una banda de arribistas sectarios, comandados por una iletrada cuyo mérito ha sido vivir del protectorado del propio Ayuntamiento durante muchos años y comandados por un reducido grupo de extranjeros que medran del odio y rencor hacia toda idea de España. El equipo de gobierno ha decidido retirar del patio del consistorio la escultura alegórica de los JJ OO que regaló a la ciudad Samaranch, y borrar su recuerdo por su «pasado franquista». Aristóteles tiene un oscuro pasaje de 20 metros, Dalí no tiene calle por fascista, Samaranch es repudiado; sin embargo, el inventor de la bandera separatista, Vincenç Albert Ballester, el de «Mori Espanya», tiene ya una plaza en el corazón de Barcelona. Un vulgar activista sin ninguna idea original, al que la independencia de Cuba le pilló en la isla y decidió copiar lo que allí vio proclamado como el nuevo héroe catalán, mientras el precursor de la Barcelona del siglo XXI es mandado a la hoguera por la nueva inquisición.