José Luis Alvite
San José Ortega Cano
Una vez dictada tan benevolente sentencia en el caso de José Ortega Cano a mí sólo se me ocurre pensar que ha sido una suerte que la señora juez no haya condenado al muerto, ni haya tenido la ocurrencia de encarcelar a los testigos. También me felicito porque la sentencia no incluyese una postdata instando a que los ujieres del juzgado sacasen a hombros al torero y lo llevasen en triunfal paseíllo hasta su domicilio. Naturalmente, la opinión pública es ahora libre de hacer consideraciones de todo tipo sobre los términos de la sentencia, incluida la idea novedosa y pintoresca de exigir que se le haga la prueba de alcoholemia a quien dictó una sentencia que, a falta de que se incluya como relevante novedad en los anales de la Justicia, sin duda nutrirá los del humor. Invalidada la agravante del alcohol porque se vulneró la cadena de custodia de la muestra de sangre, queda pensar que de nada han servido tampoco las declaraciones de los testigos en orden a confirmar que el señor Ortega Cano conducía ebrio. Poco importa que varias personas le hubiesen visto beber alcohol por encima de las dosis razonables para conducir sin riesgo y confirmasen su penoso estado de inconsciencia. El resultado del juicio será un escándalo en la calle durante algunos días y acabará constituyendo una incómoda anécdota en la vida del torero, que sale del envite con una condena suave y con esa nueva imagen de hombre sensato y abatido que aprovecha el dolor del proceso para arrinconar el ominoso tinte del pelo y convertirse en un canoso galán maduro. Le esperan ahora los platós recaudatorios de la televisión y brindar por la suerte procesal que ha tenido. Llevará un cadáver en su conciencia, es cierto, pero, ¡qué demonios!, el tiempo pasa y es bien sabido que al remordimiento no le huele a ginebra el aliento. Además, ¿quién nos asegura que no estaba borracha la muerte?
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