Alfonso Ussía
Satrústegui
La ONCE ha sido honrada y reconocida con el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia. A la concordia y a mucho más, porque desde su fundación ha sido un ejemplo de eficacia, de entrega y de humanidad. Ignacio Satrústegui Fernández no nació invidente. En la Guerra Civil fue herido en el frente y dado por muerto. Una bala atravesó de sien a sien su cabeza. Sobrevivió a la herida, pero no a la luz. Quedó irremediablemente ciego. Don Ignacio era un eslabón más de una ilustre, formidable y cristiana familia guipuzcoana. Allí, en la mitad del ascenso hacia Igueldo se alza la Torre de Satrústegui, su casa y la de sus padres, una institución detenida y airosa en el paisaje de San Sebastián. A don Ignacio no le abrumaron las sombras sobrevenidas. Y se entregó con entusiasmo a su familia y a la Organización de los Ciegos. Tuvo casi tantos hijos como tuviera hermanos, y alargó aún más el prestigio y la admiración familiar. También empresario. Para demostrar que la invidencia no podía vencerlo, jugó al golf hasta las cercanías de su muerte. Un terrible accidente en los entornos de Pancorbo, en Quintanapalla, acabó con la vida de su mujer, de su hijo Luis y de un nieto. Don Ignacio viajó hasta Burgos y paseó sus manos por las cabezas de sus seres queridos para llevarse el tacto de sus profundos amores rotos. Pero jamás se quebró, ni se entregó a la tristeza, ni permitió que la debilidad asomara en su persona. He tenido la fortuna de conocer a un grupo de hombres grandes, de grandes hombres. No abundan. Y uno de ellos, sin duda, fue y es Ignacio Satrústegui, que hoy vuelve a revivir en los recuerdos con el Príncipe de Asturias concedido a su querida ONCE.
En la España pobre de la posguerra, en los años del hambre y las necesidades, sin reparar en bandos ni ideologías, Ignacio Satrústegui consiguió lo que no era posible ver en las naciones más ricas y desarrolladas del mundo. Que ni un sólo invidente pidiera limosna por las calles. Se inventó la lotería de los ciegos, y apostó porque fueran ellos, los propios desfavorecidos, los que vendieran los cupones. En París tocaban instrumentos musicales en las esquinas de los bulevares, y en Londres entristecían aún más los horizontes de niebla pidiendo donativos en los alrededores de los grandes almacenes y barrios comerciales, y en España, vendían cupones, asistían a clases de adaptación, se formaban académicamente, se les suministraba toda suerte de ayudas psicológicas, se les enseñaba a leer en el método «braille», y se les formaba para sobrellevar su desgracia, no con la ayuda de la lástima sino con la recompensa del esfuerzo. Y de todo eso, el gran culpable, el bendito culpable, el incansable culpable fue don Ignacio Satrústegui, que hoy estará más sonriente que nunca en sus altísimos azules infinitos, que es el lugar que ha reservado Dios para los seres humanos excepcionales.
Posteriormente, la ONCE ha crecido, y su organización ha sido copiada en muchos lugares del mundo. Su crecimiento fue tan asombroso que se convirtió en una potencia económica. Mantuvo y aumentó sus ayudas a otras carencias físicas, y con la aprobación y el rechazo de unos y otros, se aventuró a experiencias empresariales poco ajustadas a su espíritu fundador. Pero creo que fueron pequeños pasos en falso que no pueden enturbiar su grandeza. En la actualidad sigue acogiendo a todos los invidentes y otros discapacitados que necesitan de su competencia para enfrentarse a un futuro, en gran medida, asegurado. Corresponde a los actuales dirigentes de la ONCE acudir a recibir el premio al Teatro Campoamor. Ellos tendrán el honor de tomarlo y oirán la gran ovación que merecen. Pero me atrevo a hacerles una sugerencia. Que uno de los hijos de Ignacio Satrústegui se siente entre ellos. Que don Ignacio esté presente en el acto de Oviedo. Que el Príncipe descubra entre los premiados a uno de los descendientes de aquel ser irrepetible que consiguió en los tiempos del hambre que los ciegos de España tuvieran asegurados el pan y el futuro.
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