César Vidal
Sentimientos
Aunque pueda sorprender a algunos, lo cierto es que, desde hace años, el mundo de los sentimientos ejerce sobre mí una fuerza y un atractivo mucho mayor que el del intelecto. Por supuesto, sigo apreciando extraordinariamente la labor de aquellos que destacan en disciplinas del espíritu como el arte o la ciencia, pero, si me viera colocado ante la obligación de elegir, cerca de mí prefiero tener a personas de buen corazón en lugar de a doctores en física nuclear o especialistas en lenguas clásicas. Un libro excelente puede suplir el conocimiento de los segundos, pero nunca la bondad de los primeros. Quizá es que ya voy para viejo, pero así contemplo la vida. La única excepción a la predilección que experimento hacia los sentimientos surge cuando se adentran en el terreno de lo absurdo y, por añadidura, pueden ocasionar daños al prójimo. Me explico. Cuando yo era niño, si alguien pregonaba que era Napoleón, el resto de los mortales no lo creía, sentía una mezcla de vergüenza y compasión y, llegado el caso, incluso llamaba a unos señores ataviados con bata blanca para que atendieran al que estaba convencido de ser el Gran Corso. Ya no sucede así. Si un colectivo pretende, tras décadas de adoctrinamiento, que es una nación no sólo se escucha el disparate sino que además se riega dinero ajeno sobre él esperando no persuadirle del error, pero sí limitar su insania y el perjuicio que pueda ocasionar a la convivencia. Si un individuo pretende que ya no es Manolo sino Edelmira, se proclama que posee un derecho que no cubre a los que andan en esas circunstancias y – de nuevo con dinero del contribuyente – le pagamos su paso por un quirófano a ver si el bisturí pueda crear una realidad desmentida por la naturaleza. Incluso cuando lo que se nos proclama aparece desmentido vez tras vez por los hechos, no resulta extraño que se acepte con las mismas tragaderas que las precisas para engullir ruedas de molino simplemente porque un sentimiento indica que estos embusteros son de «los nuestros» y aquéllos pertenecen a «los otros». Reconozco que en ninguno de los tres casos he logrado que los sentimientos se sobrepusieran a lo que la razón me decía con una gelidez propia de un invierno siberiano. Los sentimientos –nunca lo subrayaré bastante– tienen para mí un predominio innegable sobre la faceta intelectual de nuestra existencia. Pero todavía no ha llegado a esa situación –Dios no lo permita jamás– en que siento que soy Napoleón.
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