José Luis Alvite
Sepulcro azul
En los años que tengo apenas he salido del lugar en el que nací, ni he ido en todo caso demasiado lejos. Vivo en un lugar equidistante entre la escuela en la que aprendí a escribir y el sepulcro que me espera. Algunas veces me he quejado del trato recibido en la tierra en la que vivo y no me arrepiento en absoluto de haberlo confesado. En realidad me he acostumbrado a cierto ostracismo y no sólo no le guardo rencor a nadie, sino que me ocurre como a mi amigo el viejo ex boxeador Ángel Grela, que una madrugada me dijo que a pesar de sus muchas derrotas, y de tanto dolor, se había encariñado con los golpes recibidos. Creo que en esto de la vida hay que conducirse por el mismo principio que me inculcó Pepe Bahana, el rudo tipo del arroyo que una madrugada me recomendó que cada vez que acudiese a su local de alterne procurase instalarme en un lugar a medio camino entre la rubia de bote, la puerta de la calle y el retrete. Debo reconocer que al inolvidable Bahana no le faltaba razón. En eso sabía tanto de la vida como el viejo boxeador, que una madrugada coincidió conmigo en un antro a las fueras de la ciudad y me dijo que aunque sus años del comienzo dando tumbos por Escandinavia habían sido un hermoso tiempo de resina, ilusión y chavalas, con la llegada de las derrotas se dio cuenta de que la acumulación excesiva de éxitos conduce al fracaso emocional y a la soberbia, del mismo modo que el exceso de comida desemboca en el vómito. Ahora hace mucho que no veo al viejo boxeador, pero sé que vive cerca porque tampoco él quiso alejarse de la escuela. Un día de estos haré por verle, aunque sólo sea para recordar el empaque que tenía con aquel gabán escandinavo que le sentaba como un elegante sepulcro azul.
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