José Antonio Álvarez Gundín
Serán ceniza, mas tendrá sentido
Hay en el abrazo unánime a Adolfo Suárez una honda melancolía de despedida no a una sola persona, sino a toda una generación que se nos está yendo con la cadencia de un oleaje sin tregua. En el adiós a quien giró los portones de la Historia va implícito el homenaje a toda esa generación extraordinaria que hizo de gozne entre el odio y la reconciliación, entre el enfrentamiento y la concordia. A esos hombres y mujeres nunca se les reconocerá bastante el alto precio que pagaron para legar una España mucho mejor de la que recibieron. Vengo a recordar ahora que les debemos casi todo lo que somos y lo más noble de lo que aún queda en pie: el milagro económico de los 60, la Transición, la reconciliación sin vencedores ni vencidos, las vacaciones en la playa, la carrera universitaria, la honradez, el sacrificio y la responsabilidad, la entrada para el piso, el perdón, el primer Seat 600, los almuerzos familiares del domingo, la esperanza, el sentido de la amistad. El amor, al fin.
Recordemos y reiteremos también que eran unos críos cuando estalló la Guerra Civil y el odio de sus mayores les voló la infancia en mil pedazos. Fue un milagro que nos les volara también el alma. Muchos de ellos tuvieron que ocupar en pantalón corto la silla vacía del padre. Muchas de ellas tuvieron que encender la cocina con sus muñecas de trapo. La vida era escasa y el pan tenía color moreno. Durante cuarenta años mantuvieron la mirada larga y la lengua corta. Trabajaron hasta la extenuación y nunca renunciaron a la verdad. De su pasado, que no olvidan, sólo enterraron el odio, que ya nunca tuvieron. Ésa fue la bandera que dejaron a sus hijos. «La concordia fue posible», sí, porque se hizo sobre las espaldas de esta generación de acero, dura aleación de sufrimiento y de esperanza. Aquellos muchachos que en los 40 tenían todo el pasado por delante sacaron petróleo de las piedras e inventaron un futuro espléndido. No los doblegó ni el arado, ni la fábrica, ni el temor. Tampoco la crisis de ahora, pues gracias a ellos, a sus ahorros y a sus escuálidas pensiones, miles de familias pueden comer todos los días. Resulta asombroso y causa cierta vergüenza reconocerlo, pero los mismos que vencieron el hambre y el racionamiento en la posguerra para que sus hijos no padecieran iguales penalidades vuelven a dar hoy la última batalla por el futuro de sus nietos. Por encima de todo, el homenaje a Suárez, que era uno de los suyos, es también el tributo a esta generación. Pasará mucho tiempo antes de que España vuelva a tener espíritus tan excepcionales. Serán ceniza, mas tendrá sentido.
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