Violencia racista

Sheriff Rudolph

La Razón
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Tuvo que salir en televisión Rudolph Giuliani, aquel alcalde de Nueva York con estrella de sheriff, para recordarnos que en EE.UU. las mentiras también las carga el diablo. Casi más peligroso que el morrito de la pipa es el verbo grasiento de quienes medran a la sombra de unas estadísticas trucadas. A Giuliani le reconocemos que puso a la ciudad a bailar, después del atracón de grafitis, tirones y llamaradas en el South Bronx de los años setenta y ochenta. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que el escritor Luc Sante salía a la escalera de incendios de su casa y pasaba las noches contemplando los fuegos que asolaban el Lower East Side. Salía mejor meterle gasolina al edificio en ruinas, para cobrar el seguro, que restaurarlo. Bono, el cantante de U2, definió a NY como una ciudad del Tercer Mundo enclavada en el Primero. De ahí la fascinante mezcla de riqueza y miseria, los garitos donde florecían las azaleas del punk, los lofts sin agua caliente, atestados de chinches, donde Basquiat y cia., auscultaban el ardiente corazón de una urbe a punto de irse a pique. Art Spiegelman me comentó una mañana que la única explicación posible a la sobreabundancia de artistas, músicos y poetas por metro cuadrado fue el bajo precio de los alquileres. Patti Smith, cuando la entrevisté en su casa, al lado del cine de arte y ensayo del Village, explicaba que aquello desapareció, y que ninguno de sus músicos podía ya vivir en Manhattan. A Nueva York no la rescataron del fango las razzias patrocinadas por Giuliani, sino el precio de los alquileres, que ya sólo pueden permitirse los jerarcas chinos y rusos y los sultanes del petrodólar. De ahí que convenga mirarlo con cautela cuando farda de campeón de la seguridad y, ay, razona que los ciudadanos negros muertos a manos de la Policía se lo han buscado. En realidad la mayoría de los afroamericanos fallecidos por herida de arma de fuego fueron tiroteados por otros afroamericanos, así como los blancos suelen caer víctimas de otros blancos. Tiene que ver con la cercanía y el roce, con la posibilidad de que se le crucen los cables al vecino y saque a pastar la recortada. Asunto distinto es que si uno nace en un barrio quebrado, pongamos East New York, con altísimos niveles de desempleo, madres adolescentes y padres en la trena, resulta mucho más probable acabar en el cementerio, después de asaltar a una farmacia, que si creciste en el Upper East Side y estudiaste en el Hunter College. Giuliani tampoco supo explicar cómo es posible que precisamente en Texas, donde cualquiera va armado, nadie, excepto las unidades de élite de la Policía, fue capaz de reducir al francotirador. En la manifestación, en las calles, había cientos de personas con el revolver al cinto. De creer su cháchara una multitud de hombres justos hubiera liquidado al asesino al primer disparo. Lástima que en las tertulias las palabras sean botes de humo, listas para asfixiar al contrincante.