Alfonso Ussía
Sillines placenteros
Eso de los ciclistas nudistas de Valladolid que eligen para despelotarse la travesía adyacente al Palacio Arzobispal, se me antoja, además de una burda grosería una falta de respeto hacia quien representa el sentir de centenares de miles de vallisoletanos. Reían a carcajadas, con sus lapicerillos al aire, cuando el arzobispo y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, don Ricardo Blázquez, abandonó la sede del Palacio Arzobispal y pasó ante ellos, con la mirada en el suelo y un lógico y herido gesto de disgusto. Pudieron elegir con el mismo objetivo, el de la provocación soez y garbancera, los aledaños de la Mezquita, pero no lo consideraron oportuno. El arma de los cristianos es el silencio, y el de los musulmanes el alfange, que corta fuchingas con tanta precisión como efectividad. En resumen, un nuevo y descarado insulto a la Iglesia por parte de un grupo de ciclistas que disfrutan desnudos sobre sus placenteros sillines.
Más soeces que sus desnudos fueron sus risotadas. Expresiones primitivas. Entre los nudistas destacaba un tipo que no habrá pasado desapercibido a la ciencia. Un especimen del hombre de Cromañón, lo cual, al menos, algo aporta a la Asamblea Ciclista de Valladolid. El resto no merecía la pena. Las bicicletas sí tenían buen aspecto. Dos ruedas, pedales, timbre, y espacio suficiente para transportar la ropa que se habían quitado. Una ropa poco apropiada para favorecer la limpieza del aire que la naturaleza nos regala. Las bicicletas, todas ellas negras, y con un sillín esponjoso y puntiagudo en su zona frontal, diseñado para procurar gustirrinín en cada bache de la carretera, baches que no esquivan, sino todo lo contrario.
Eran todos varones, o algo parecido. En la fotografía publicada por LA RAZÓN, no se adivinan cuerpos femeninos. Se puede tratar de una casual ausencia, o de una premeditada y selectiva discriminación de género. En mi juventud, en San Sebastián, aprovechando una mañana lluviosa y nada apacible, fueron avistados desde el cuartelillo de la Guardia Civil de Ondarreta, un grupo de hombres desnudos que bailaban la «yenka» en el embarcadero de la isla de Santa Clara. No había ninguna mujer entre ellos. Fueron detenidos y se les aplicó la Ley de Vagos y Maleantes promulgada y aprobada por la mayoría de izquierdas durante la Segunda República. Al final, pagó cada uno de los despelotados una multa de cien pesetas y fueron vestidos y devueltos a sus casas. Al menos, los nudistas de San Sebastián no bailaron la «yenka» en bolas ante el obispado donostiarra ni en las puertas de un templo religioso. De molestar, sólo lo hicieron a los percebes y las quisquillas de las rocas de la isla, y probablemente a algún cangrejo, que se quedó con las ganas de atrapar una cosilla entre sus pinzas.
Estos ciclonudistas –así se autodenominan–, son ante todo unos desalmados abrazados a la innecesariedad. ¿Para qué provocar, herir o escandalizar? Cuando este artículo sea publicado se habrá esfumado en el olvido su porcina provocación. Ninguno de ellos podría haber competido con Espartaco Santoni, Makelele o el profesor de Matemáticas Espaciales de la Universidad de Columbia Johannes Wiltford, de quien se decía que se movía mediante silla de ruedas para evitar el contacto de su cosa con la grava de los caminos del Campus universitario.
Estos ciclistas de Valladolid, además de groseros infumables, eran portadores de apéndices muy pequeñitos. Cuando las cosas se hacen, aunque sean impresentables, se hacen bien.
Ignoro si pasaron por muchos baches sentados sobre sus sillines. Y la verdad, es que tampoco siento la menor curiosidad al respecto.
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