Alfonso Ussía
Sin animales
El director de un circo ambulante ha sido golpeado por un grupo de animalistas que previamente amenazaron con pintadas a sus artistas y trabajadores. «Esclavistas, estáis muertos». Los animalistas actuaron de acuerdo a sus instintos en defensa de los animales que actúan en el circo, y que ignoran su condición de víctimas explotadas. A mí tampoco me gustan los números circenses con animales. Y sin animales. No me gusta el circo, y ya he escrito en diferentes ocasiones que nada me atemoriza más que la voz, la actitud y la expresión del payaso listo, el de la cara pintada de blanco. Pero el circo no es sólo un espectáculo. Se trata de una cultura de siglos, de una manera de vivir aventurera y trashumante. El circo es un conglomerado de dinastías de muchas generaciones. Y los domadores de fieras o de animales domésticos han actuado siempre como estrellas especiales. En España tuvimos a Ángel Cristo, que demostró con sus cicatrices que domar leones, tigres y panteras nada tiene de farsa.
Elefantes, leones, tigres, osos, focas, perros... Cuando yo era niño asistí a un espectáculo formidable. La foca que hablaba. La foca se subía a un podio, y el domador le ordenaba. «Foca, dí papá». La foca emitía un sonido, y el domador le anunciaba al público: «Ha dicho papá». Aplauso general. Hasta que una tarde, un espectador gritó: «¡No ha dicho “papá”, ha dicho que usted es un estafador que nos va a devolver inmediatamente el dinero de las entradas!». Un tumulto, un desasosiego general. El público agresivo. Los leones surgieron por el túnel con los dídimos de corbata, y no devolvieron el dinero, pero el domador de la foca parlanchina fue invitado a abandonar el circo.
Un elefante domado no es muy diferente a un perro en un piso. Puede resultar triste contemplar a un elefante con una banderita en su trompa, pero también resulta inquietante visitar a unos amigos que viven en la decimoséptima planta de un rascacielos y ser recibidos por un perro de caza o un papagayo comiendo pipas. Esos animales tampoco están en su sitio. Muchos animales del circo han nacido en el circo, y no conocen otra vida, y quizá les compensa –aunque no sepan expresarlo–, la manutención asegurada y el cuidado de su salud a la libertad de las selvas y las sabanas. De lo que no hay duda es de los métodos salvajes. Defender a los animales no implica comportarse como tales en momentos de furia o desolación. Agredir a puñetazos al director de un circo no tiene ni justificación ni amnistía.
Ahora que todo se negocia –y ahí está doña Soraya para demostralo–, propongo que los directores de los circos y los representantes de la defensa violenta de los animales, se reúnan y busquen puntos de encuentro y soluciones. Si lo hacen Iglesias y Errejón, pueden culminar acuerdos perfectamente los representantes de los circos y los de las asociaciones defensoras de la dignidad animal. Y propongo alguna ideíta.
Muchos domadores de felinos han sido devorados por sus domados en la larga historia del circo. Eso, el instinto natural. De repente les llaman los ancestros, se comportan como sus tatarabuelos y se comen al domador disputándose sus mejores filetes. No es espectáculo para los niños, como tampoco el payaso listo. Admitan los animalistas la presencia de los caballos y los perros. Y alcancen un pacto con los felinos. Sean capaces de mantener la tradición del circo sin prohibir números fundamentales. Por turnos, ocho animalistas se disfrazarán de leones y tigres. Rugirán sobre sus soportes y abrirán las bocas con fiereza amenazante, mostrando sus dientes, que también pueden ser postizos. El público, asustadísimo, ovacionará el espectáculo a su término.
Sucede que no hay domadores dispuestos a asumir semejantes riesgos. Prefieren a diez leones de verdad que a ocho animalistas disfrazados.
Y no les falta razón.
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